Los perros: La memoria frágil
Orlando Mora
Marcela Said es una de las realizadoras más llamativas del actual
cine chileno. Su carrera comienza en el año de 1999 como documentalista, con
títulos que pusieron en claro su talento de cineasta y su preocupación por el
tema de la memoria y el riesgo del olvido frente al drama humana que supuso la
dictadura de Augusto Pinochet. Recuerdo de manera especial El
mocito (2011), impresionante obra en la que se enfrentó al presente de un
hombre que casi adolescente estuvo al
cuidado de uno de los cuarteles más temidos del régimen y cuyas declaraciones
permitieron el enjuiciamiento de
responsables de torturas y desapariciones.
En el 2013 Said dio el salto a la ficción con El verano de los peces voladores, una
película casi hipnótica en la belleza de su propuesta plástica y visual. Los perros, estrenada en el 2017 en la Semana de la Crítica de
Cannes y ganadora ese mismo año de Horizontes Latinos en San Sebastián, es su
segunda pieza en esa línea y ha sido lanzada en Medellín en una sola sala, lo
que quizá la lleve a una total invisibilidad.
Lo primero que deja ver Los
perros es el esfuerzo de la directora por hacer entrar en la ficción la realidad, el referente histórico, tratando
de encontrar las líneas que marquen la diferencia con el tratamiento propio del
documental. Eso explica el cierto tono de tanteo, de búsqueda, que se
encuentra en la película, con un guion
al que casi se le siente el sudor de su luchada construcción.
La directora renuncia a la vía de una narración directa,
cercana a las enseñanzas del Neorrealismo y
escoge una más oblicua y sinuosa. Por eso decide centrarse
exclusivamente en Mariana, una mujer de cuarenta y dos años, convirtiéndola en
el centro imantado del relato, al punto de
aparecer prácticamente en todos los planos de la película, haciendo que los demás personajes solo funcionen en
cuanto tienen una relación con ella y entran a su paisaje personal.
En esa medida Los
perros es más una película sobre Mariana que sobre el riesgo del olvido en
las personas que por edad no conocieron la dictadura de Pincochet y para quienes esa
tragedia se ha ido convirtiendo en simple recuerdo, en una referencia que cada
día más se aleja más de las preocupaciones y urgencias del presente.
El retrato que traza Marcela Said de su protagonista es fino,
complejo y se constituye en un reto para el espectador, que por momentos no
consigue seguirla. Frente a un pasado que a ella no le interesaba, Mariana va
encontrando un placer casi erótico en su descubrimiento y en esa indagación,
que tiene el elemento de frivolidad propio de su clase, la directora nos va
revelando pequeños asomos de una insumisión personal en la mujer, los que al
final terminarán ahogados en nombre de la comodidad y el conformismo.
En Los perros queda
claro que para buena parte de la generación de los mayores, muchos de ellos por
lo menos cómplices de las atrocidades de la dictadura, lo que hizo Pinochet
tuvo una justificación y en esa medida no se siente obligados al
arrepentimiento ni creen en la justicia que ahora se les ofrece. Sin que se
proponga un discurso sobre este aspecto, esa sugerencia salta de la película.
En su magnífico libro sobre Leo McCarey, el crítico español Miguel
Marías propone para distinguir unos directores de otros la metodología de
encontrar lo que llama su “unidad expresiva predilecta o fundamental, su unidad
de cuenta”. En el caso de la chilena esa unidad serían sin duda las escenas,
que ocupan el centro de su preocupación artística y que se suceden unas a
otras, cada una surgiendo de manera autónoma y sin un enlazamiento progresivo y
climático con la anterior.
En esa medida es evidente que el de Marcela Said no es un cine narrativo, que
en su repertorio creativo interesa más el poder de cada escena como revelación,
como sugerencia, centrándose en la creación de atmósferas a las que contribuyen
elementos no vinculados directamente a la historia, como acontece con la
presencia de los perros y de sus imágenes en la película.
Las aguas en el mundo de Mariana se han agitado, pero en
definitiva nada cambiará, las cosas seguirán iguales y ella preferirá el mismo
juego al olvido, el que seguramente estará condenado a repetirse en esos niños
que juegan alrededor del juego en la escena de cierre. La fragilidad de la
memoria, el olvido como destino.
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