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Bárbara: El retrato imposible
Orlando Mora

Hace más de treinta años que Mathieu Amalric es uno de los actores más dotados y eficientes del cine francés, con caracterizaciones  diferentes que  se inscriben en un registro muy amplio. A ese trabajo profesional le viene agregando el de  director, con películas en las que igualmente actúa y que sorprenden por el grado de novedad y precisión de sus propuestas.
No extraña en esa medida que sus últimos tres filmes hayan sido programados y lanzados en el festival de  Cannes, obteniendo siempre reconocimientos de los jurados y elogios de la crítica. Hay mucho para destacar en Tournée (2010), El cuarto azul (2014) y Bárbara (2017), con rasgos que convierten a Amalric en una de las voces más interesantes del cine de ese país.
Tal vez lo más llamativo del director sea la renuncia a ocuparse de sus historias de una manera directa, acudiendo a  sinuosidades que le permiten jugar con el tiempo y el espacio en las  estructuras narrativas. Amalric desiste de la continuidad tanto en la construcción de las escenas como en la forma como ellas se relacionan unas con otras. Hay una cierta discontinuidad en las primeras, ya que en los encuadres y el tamaño de los planos no busca otorgar la sensación habitual de acciones ininterrumpidas, ni tampoco el montaje o conexión de las escenas está orientado a procurar una fluidez que anestesie al espectador.
En Bárbara se utiliza en un punto alto esa forma del francés de  entender la narración, aplicada a un proyecto que se enmarca en esa especie de subgénero que es el cine dentro del cine, lo que significa que lo que ve el espectador en la pantalla es una película que trata de una película que se está rodando, con lo cual las imágenes adquieren una densidad y una ambigüedad especiales, y en el relato el público debe distinguir a cada paso lo que pertenece a una de esas  dos esferas.
Ives Zand (el propio Amalric) es un director que realiza un filme sobre Bárbara, una célebre cantante francesa de los años sesenta a la que admira con fervor y de cuya biografía desea ocuparse con la mayor fidelidad posible, consultando libros y fuentes directas, incluidas imágenes de archivo. El papel de la protagonista está a cargo de Brigitte, interpretada con  gran solvencia por la gran Jeanne Balibar, una  actriz que busca acercarse al personaje que se le ha confiado, tratando de acertar en medio de algunas dudas.
Las escenas del rodaje en que aparece Bárbara se alternan con otras en las que está Brigitte y por momentos se pasa de unas a otras sin signos expresos de puntuación, confiando al espectador el esfuerzo de distinguirlas y de desentrañar cuánto se está contando  de Bárbara, cuánto de la actriz y cuánto del propio director de la película.
Más que de la música de Bárbara, el filme se ocupa de la figura de la cantante y lo hace siguiendo el procedimiento narrativo característico del realizador al que antes nos referíamos. Por eso lo que vemos a la largo de la película son momentos de la vida de Bárbara, su manera de componer en la intimidad, sus ataques  de histeria, algunas de sus excentricidades como cantar en las cárceles, las decisiones que al final toma sobre el destino  de sus últimos años.
No recuerdo jamás haber escuchado música de la cantante y  no sé en qué medida ese desconocimiento afecta el grado de comunicación real con la película. Esa advertencia antes de consignar que en mi caso el retrato de la artista me parece un tanto incompleto y falto  de la emoción que normalmente despierta este tipo de obra.
Tratándose de cine dentro del cine, ese juego referencial  suele emplearse para proponer alguna reflexión sobre los propios medios narrativos y estilísticos del medio cinematográfico. “Creo que ninguna palabra basta para explicar la vida de un hombre”, dice uno de los personajes de El ciudadano Kane a propósito de la búsqueda del significado de la palabra Rosebud. Acaso una película no alcance para descifrar la vida de una artista y de eso trate finalmente esta apreciable obra francesa de Mathieu Amalric.  
  


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