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El insulto: Los condenados de la tierra
Orlando Mora

Que una película libanesa-francesa aparezca en medio de una cartelera comercial colmada de cine tóxico es una rareza digna de festejar. En efecto, hace algo más de una semana se estrenó en el país  El insulto del director Ziad Doueiri, una curiosidad atribuible seguramente al buen eco que alcanzó en la Muestra de Cine de Venecia del 2017, en la que  Kamel El Basha obtuvo la Colpa Volpi como mejor actor.
El título del filme revela el asunto que pone en marcha  la historia. La disputa en principio menor entre un libanés cristiano y un palestino termina en un insulto del segundo al primero, lo que desencadena una espiral  de roces y agresiones, que poco a poco se escala y adquiere una inesperada notoriedad social y política, gracias a odios y rencores recíprocos de las dos  comunidades.
Hay guiones que parten de los personajes y otros que lo hacen desde las situaciones. El de El insulto pertenece claramente al segundo grupo y en su elaboración Doueiri ha contado con la colaboración de su exmujer Joelle Touma, en un trabajo que ha intentado equilibrar las miradas con algún sentido de justicia histórica, algo que escapa casi necesariamente al espectador ante las complejidades de lo vivido y padecido por ese atormentado país.
El armado narrativo de la película se divide en dos grandes bloques. En el primero el director se ocupa de desarrollar la génesis del conflicto entre Toni y Yasser y la forma acelerada en que evoluciona. En el segundo el drama llega a los estrados judiciales para su solución y en él aparecen  los detalles propios del mundo de juzgados y abogados, con algunos toques novedosos como el de la relación filial de los dos defensores.
Ziad Doueiri demuestra en su cuarta película que posee la solvencia suficiente para contar los hechos básicos con eficiencia y con un ritmo interno intenso, logrado con base en decisiones correctas sobre el tipo de planificación que requería la película y la duración de los planos, acudiendo a transiciones por corte directo,  sin  pausas o respiros de ningún tipo.
El director libanés ha sufrido en su carrera conatos  de persecución y juicios públicos por sectores que lo increpan por presunta parcialidad en su visión de la Historia. El insulto no escapa a ese destino y tal vez Doueiri, anticipándose a esos malos momentos, opta por un final un tanto discursivo y que presenta fallas por el carácter inesperado de la información en que se apoya y porque repite en palabras lo que ya las imágenes nos habían dicho de forma más potente y conmovedora.
La decisión de saber quién carga con la culpa de lo sucedido entre Toni y Yasser es irrelevante. Ambos, más que victimarios, son víctimas de unas situaciones políticas que están más allá de ellos y a los que el mundo ha asistido con una pasividad que abochorna. Tampoco importa la violencia externa que se desencadena entre los dos hombres; cuentan  los años de violencia padecidos por los protagonistas y sus pueblos, una violencia que hoy continúa en medio de la complicidad y la cobardía de los poderosos de turno.

   


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