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Eso que llaman amor: De qué hablamos cuando hablamos de amor

Orlando Mora

 

Tomo en préstamo el título del inolvidable libro de cuentos de Raymond Carver  para abrir estas líneas sobre el hermoso filme de Carlos César Arbeláez que acaba de estrenarse en el país. Luego de un tortuoso camino de dificultades, incomprensiones y desencuentros, al fin pudo llegar a la cartelera comercial en una época acaso más propicia para otro tipo de material más frívolo y olvidable.

Luego del éxito de crítica y de público de Los colores de la montaña, su opera prima, Arbeláez cargaba con el peso de confirmar si era posible repetir los varios y felices hallazgos de esa película, de alguna manera un trabajo paradigmático en el cine colombiano en cuanto lograba combinar a partes iguales la calidad con la popularidad.

Los caminos de evolución del cine moderno desde los tiempos de la Nueva Ola francesa han llevado a un distanciamiento cada vez mayor entre las obras con  vocación de autor y las simplemente comerciales, en un foso que ahora mismo aparece como imposible de llenar ante las desconsideración y casi el desdén con que un sector de la crítica joven trata las películas de corte clásico y preocupadas de alguna manera por el público.

Carlos César Arbeláez se esfuerza en construir un espacio de acercamiento con el espectador y la clave de su propuesta reside en el tipo de personaje que trabaja, seres de la calle sin ningún perfil heroico, hombres y mujeres anónimos que ocupan la pantalla para hablarnos de la vida en tono menor, sin énfasis ni discursos explicativos, en un ejercicio que necesariamente remite a la enseñanza fundacional del Neorrealismo italiano de la posguerra.    

En Eso que llaman amor el director cambia de geografía. En lugar de niños amenazados por la guerra en el ambiente de un pueblo como sucedía en Los colores de la montaña, esta vez va a ocuparse de adultos que lidian con el día a día en medio de los desafíos y las exigencias de la ciudad, en una película  radicalmente urbana y que en esa medida nos habla ante todo de amores y desamores, de soledad y  desamparo.

A diferencia de Los colores de la montaña que fluía con espontaneidad y dejaba una sensación de naturalidad, de frescura, a Eso que llaman amor se le siente el esfuerzo, la dificultad de la elaboración y la lucha denodada que el director ha mantenido con un material que experimentó cambios y reducciones en su proceso de construcción.  

Arbeláez sale indemne de ese mayor nivel de exigencia y  consigue que esta segunda película consolide su condición de director, de auténtico artista que escucha una voz lejana y va tras ella en lucha con sus fantasmas y sus sombras.  Pequeña, íntima, sugerente en su título, con momentos imborrables, Eso que llaman amor ganará con el tiempo y al final se agradecerá por lo que lleva adentro: talento, verdad, sinceridad.

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