El triángulo de la tristeza: El orden subvertido
Orlando Mora
En mayo del año pasado el sueco
Ruben Östlund ingresó al exclusivo grupo de los directores que han conquistado
en dos oportunidades la Palma de Oro en el Festival de Cannes, privilegio
compartido con Michael Haneke, Ken Loach, los hermanos Dardenne y tal vez
ninguno otro. La película que mereció ese segundo reconocimiento fue El triángulo de la tristeza, estrenada comercialmente
hace un par de semanas y que todavía se mantiene en algunas funciones aisladas.
Sin la vitrina internacional que
supone ganar en un festival de primera categoría como Cannes sería inimaginable
que las obras de este realizador pudieran llegar a la cartelera local. Recuerdo
que The Square (2017), ganadora de la primera Palma de Oro, se estrenó en el país y probablemente lo fue también Fuerza mayor, su trabajo de 2014. No
conozco sus tres primeras obras, pero a partir de las tres últimas no resulta descaminado afirmar que se trata
de un director con un lugar propio en el panorama del cine actual y que desde
ahora sus próximas películas nos despiertan las mejores expectativas.
En El triángulo de la tristeza Östlund repite una estructura narrativa
que bien se acomoda a sus propósitos,
tal como podrá apreciarse más adelante. El inicio con un prólogo previo a los
créditos le sirve para una primera aproximación a los protagonistas, que quedan
bosquejados con unos trazos preliminares que otorgan sentido y esclarecen el desarrollo posterior de la
trama. En este caso se trata de dos jóvenes
modelos que se mueven en el mundo de fasto, luces y vanidades de las
pasarelas. Carl y Yaya van a ocupar buena parte de la centralidad del relato, del
que serán a la vez testigos y luego
verdaderos actores.
En la primera de las tres partes
en que se despliega la narración asistimos a una presentación con mayor detalle
de la personalidad de los dos modelos, trenzados en una discusión que se
origina en el desencuentro sobre quién debe pagar la cuenta de la cena en una
restaurante. Los casi veinte minutos de esta secuencia sorprende un tanto al
espectador por su aparente banalidad, pero es evidente que a través de ella el
director deja ver el tipo de valores alrededor de los cuales se edifica y
desenvuelve la existencia de los dos jóvenes, que deberán confrontar en los dos
apartados siguientes situaciones que sobrepasan su limitada y mezquina
experiencia vital.
El segundo capítulo se denomina El yate. Yaya y Carl se encuentran como
invitados en un crucero de alto turismo que ella ha conseguido gracias a su
trabajo de influencer. Los hombres y mujeres a bordo son personas millonarias de
nacionalidades distintas, acostumbradas a lujos y a que todo y todos se encuentren a su
servicio, algo de lo cual son plenamente conscientes los miembros del servicio en
el yate, ya que al final del recorrido habrá dinero, dinero y dinero, el valor
más importante que anima la cotidianidad de los habitantes del crucero. En ese
espacio existe un orden y una jerarquía que están concebidos a partir del poder
económico de los pasajeros, con derecho a excentricidades toleradas y a
exigencias disparatadas.
A esas alturas el director muestra
las intenciones de su relato, muy a tono con lo que ya exhibían sus películas
anteriores. La embriaguez del capitán y una tormenta anunciada son el punto de
partida de lo que se vivirá en el crucero, cuando el orden y el control con los
que funciona el mundo a bordo se van al
diablo y poco a poco se llega a un delirio que por momento bordea el absurdo,
dejando al descubierto las fragilidades que se escondían detrás de la sensación
de seguridad plena que en principio se sentía. En este pasaje aparece el Ruben Östlun
más excesivo y provocador, captando las miserias de la fisiología humana, sin
ahorrarse ni ahorrarnos plano alguno del desastre en que termina la cena del
capitán, con un mal gusto y una
ferocidad que buscan el contraste y la
oposición con el refinamiento observado hasta ese momento en el crucero.
La isla se denomina el tercer capítulo y con él se cierra la parábola que el director ha querido
construir, con algunos sobrevivientes varados en una isla desierta y en la que
asistiremos a la subversión del orden del poder que se conocía en el barco. A fin
de preservar la sorpresa en la reacción del público conviene no brindar mayores
detalles sobre lo que acontece en ese lugar y los cambios que se dan en el
comportamiento y en el día a día de los personajes. Al final de esta última
parte se torna evidente el sentido de lo pretendido por el realizador, en una especie
de alegoría política que a simple vista luce un tanto simplificada y que tal
vez explique las reservas que algunos han expresado sobre El triángulo de la tristeza.
Si bien es claro que cualquier
película debe valorarse y juzgarse exclusivamente por lo que ella trae, en el
caso de esta obra tal vez las referencias a la filmografía del director
iluminen su verdadero foco de atención. En
Fuerza mayor y en The Square los efectos de la ruptura del
orden cotidiano introducía una crisis severa en el discurrir de los
protagonistas, lo que vuelve obvio que las preocupaciones de Ruben Östlund apuntan
y nos colocan frente a las falsas certezas y seguridades de la vida y a cómo basta
una leve ruptura para que el andamiaje con el que nos protegemos se deshaga. A
pesar de su potente desenlace, orientarse más a lo social que a lo personal
lesiona en parte la profundidad de El
triángulo de la tristeza, lo que no anula la solvencia del director ni la
alta depuración de su narrativa.
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