Armaggedon times: Retrato de familia
Orlando Mora
James Gray es uno de los mejores
directores del actual cine norteamericano y en todo caso tal vez el más admirado por la generación de quienes nos formamos en
la cinefilia de los años cincuenta y sesenta. En lugar del vértigo del relato
que hoy campea, de la multiplicación de planos muy breves y de un montaje que
enlaza acción con acción, el realizador de La
noche nos pertenece se desenvuelve
con un estilo más tradicional, dejando que la cámara capte los espacios
y en ellos lo que hacen y sucede a los
personajes cobre su verdadero sentido. Por eso algunos críticos han hablado de un
director neoclásico, calificación que proporciona una primera idea acerca del
tipo de obra que realiza Gray.
El festival de Cannes ha sido la
vitrina habitual del realizador para el lanzamiento internacional de sus
películas y en ese sentido Armaggedon
times no ha sido la excepción, habiendo participado en la competencia
oficial de la edición 2022. Los buenos vientos que ahora soplan con los
estrenos en las salas comerciales del país nos traen un título llamado a
figurar en la selección de lo mejor del presente año.
Esta vez el norteamericano centra
su atención en la familia, un tema que ya aparecía en varios de los títulos de su filmografía,
con la particularidad de que en esta ocasión la historia se construye a partir
de los recuerdos del director, lo que otorga al filme un tono íntimo y casi autobiográfico, suficiente para afirmar
que nos encontramos ante la película más personal del realizador.
Esa perspectiva autobiográfica
emparenta este título con otro de estreno reciente y que firma Steven
Spielberg: Los Fabelman. Si bien
median diferencias sustanciales entre las dos obras, conectarlas sirve para medir lo que quizás pudiera ser
una tendencia a privilegiar relatos más personalizados, explorando en el pasado
para mostrar cómo el presente es imposible sin el ayer y que de alguna manera
hoy somos porque fuimos.
En Armaggedon times conviven tres generaciones de una familia y cada
una de ellas alcanza en el desarrollo de la trama una riqueza de matices y
detalles que sorprende. La primera es la de los mayores que llegaron a Estados
Unidos como inmigrantes, judíos ucranianos que soñaban con alcanzar la “tierra
de los sueños “y de cierta manera lo lograron, al punto de disfrutar de una
solvencia económica que respaldan con una elitista posición de clase. Los hijos
de ellos se formaron en las
exigencias de una sociedad en donde todo
depende del dinero y del esfuerzo que se exige en el día a día para conseguirlo.
Quedan los nietos que se benefician de las comodidades materiales que les
brindan los dos amparos anteriores, con padres que oscilan entre el amor que empuja
a ceder a caprichos y los momentos en que intentan controlar los excesos.
Las tres generaciones aparecen
incorporadas en la narración con una amplia caracterización, que se logra
gracias a las minucias de un guion que escribe con destreza admirable el mismo
James Gray. El primer plano como protagonista lo ocupa el nieto Paul, un preadolescente que asiste inicialmente
a una escuela pública en 1980 en Queens y allí conoce a otro estudiante un poco
mayor, un afronorteamericano que padece las precariedades y exclusiones que
acompañan su condición social y su color.
El núcleo de la primera mitad de
la película gira alrededor de la relación que se traba entre los dos chicos, cada
uno con sus propios sueños de futuro, con escenas en que se contraponen la
torpe disciplina del colegio y la alegría que les proporciona la libertad de la
calle. Un hecho cuyas consecuencias no conoce ni mide Paul provoca que las cosas se fracturen y cada uno
de los muchachos regrese al ambiente a que familiarmente pertenece.
En esa primera parte de la obra juega un papel preponderante
el abuelo de Paul, un hombre que al final de su vida dispone de la serenidad y
la distancia para dedicar al nieto un
amor generoso y tolerante, en una relación que da lugar a varios de los mejores
momentos de la película, en especial una escena en el parque en que juegan al
lanzamiento de un cohete y en el que el abuelo, con una interpretación
magistral de Anthony Hopkins, entrega algunos de los últimos consejos a Paul.
En la segunda parte del filme hay
un poco de menos emotividad porque asistimos al intento de la familia por normalizar la vida de Paul, integrándola
al ambiente y los valores del grupo, en el que una vocación de artista suena
como una pérdida de tiempo y un desafío a los valores utilitarios de la
sociedad. La temperatura emocional vuelve a subir en el reencuentro de los dos
chicos y en la manera como planean y llevan a cabo el robo de un computador, en
una secuencia que al igual que los momentos en la calle evocan la película francesa Los cuatrocientos golpes de Francois
Truffaut.
Los quince minutos finales son
una especie de reflexión sobre la vida a cargo del padre de Paul, quien trata
de transmitir al hijo el sentido de realidad y de acomodo aprendidos a lo largo
de lo que han sido sus años de
trabajador. La enseñanza tal vez no cuaje, según se percibe en la escena de
cierre, cuando el chico abandona la fiesta de la escuela privada en la que
ahora estudia, en un desenlace que deja
caminos abiertos en medio de los
tormentosos tiempos de los ochenta, los tiempos del Armagedón.
Salvo una escena subjetiva
delirante que se sucede en el museo Guggenheim, no hay énfasis en Armaggedon
times, una película sin paroxismos ni
picos melodramáticos y que nos regresa como espectadores a la magia de un cine
capaz de entretener con inteligencia y que se inscribe en esa medida en la
mejor tradición del cine clásico norteamericano.
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