Felipe Cazals en Medellín
Orlando Mora
Se está celebrando en Medellín desde el pasado día 6 de
septiembre la 12ª Fiesta del Libro y la Cultura y en ella México figura como
país invitado. Es poco lo que se anuncia en relación con el cine de ese país,
salvo el nombre de un cineasta cuya sola presencia en la ciudad sirve para
redimir carencias y omisiones.
Felipe Cazals sostendrá el miércoles 12 a las 5 p.m un
diálogo con el cineasta Víctor Gaviria, en lo que me parece sea su primera
intervención personal en la ciudad y no sé si en Colombia. El autor de títulos
emblemáticos de la cinematografía nacional mexicana como Canoa y El apando no es
muy dado a este tipo de actos y en esa medida escuchar sus palabras se
convierte en cita imprescindible para la cinefilia local.
La filmografía de Cazals se inicia en el año de 1968, en un
momento en que México vivía la expectativa y tal vez la euforia de una
renovación del cine nacional. Pocos años antes títulos como En este pueblo no hay ladrones de
Alberto Isaacs (1964) y La fórmula
secreta (1965) de Rubén Gámez habían sembrado la semilla de lo que se
esperaba fuera un gran movimiento de cambio, al vaivén del fenómeno de los
llamados nuevos cines, una ola característica de los años sesenta.
A propósito del llamado Nuevo Cine Latinoamericano, un sello
de marca con el que el cine de la región empezó a pasearse por los festivales
europeos a finales de la década del sesenta y comienzo de los setenta, rescato
de las brumas de la memoria un incidente vivido en San Sebastián, creo que
hacia finales de los años ochenta. El festival había organizado una mesa
redonda sobre el tema con cineastas de distintos países y las palabras de
apertura correspondieron a Fernando Birri, una especie de apóstol de la causa.
Apenas finalizada la intervención del argentino, Cazals pidió la palabra y en
el tono vehemente que le es habitual se declaró
ajeno a ese movimiento.
La anécdota sirve a los fines de referirnos al temperamento
del mexicano, dueño de una independencia y de un poder de crítica y autocrítica
sin claudicaciones. Basta repasar muchos de sus conceptos vertidos en el
magnífico libro de entrevistas con Leonardo Garcia Tsao y ver las opiniones
sobre algunas de sus propias películas, con una severidad que supera las del
muy agudo crítico mexicano.
Hace rato que la filmografía de Felipe Cazals merece una
revisión exhaustiva para tratar de conocer los secretos de un oficio larga y
tormentosamente aprendido. No suena sensato que un director de sus virtudes sea
un desconocido casi total en el país, al que no han llegado ni siquiera las
ediciones en video que tanto han servido para la difusión de otro director
mexicano como Arturo Ripstein.
Cazals es un realizador empeñado en trabajar relatos
realistas, historias con personajes de fuerte contextura personal y social. La
fuerza de su puesta en escena está en función de esa preocupación constante por
la realidad, algo que explica sus ocasionales excursiones en el campo del cine documental, como acontece con Digna…hasta el último aliento en el año
2004.
Esa misma línea de inquietudes lo conduce a otro de sus
recursos más vigorosos y es el apoyo que siempre persigue en el aporte actoral. En la intensidad del
cine de Cazals los actores ocupan en primer plano y de ellos depende en medida
importante la calidad del resultado final, a más de la solidez y armado de los
guiones en los que suele acudir a la
participación de terceros.
Tres películas en especial marcan el período más exitoso de
la carrera del mexicano. Entre 1975 y 1976 Cazals enriquece su filmografía con
títulos admirables cuya vigencia y actualidad no decaen: Canoa, El apando y Las pochianchis. Cine de una violencia
feroz que nos desnuda en lo que somos y que se planta como un espejo que nos
devuelve la imagen incómoda que no se quiere ver.
Por supuesto que Cazals es mucho más que esa trilogía y es
muy poderoso el recuerdo que nos queda de títulos visto hace años como Los motivos de Luz, Bajo la metralla o Chicogrande,
uno de sus últimos filmes, a más de su documental Digna ya mencionado.
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