La zona de interés: La normalización del mal
Orlando Mora
No resulta fácil a estas alturas encontrar una manera novedosa de acercarse a un asunto tan visitado
como el del Nazismo y el Holocausto. Es de suponer que esa debió ser la
preocupación central del inglés Jonathan Glazer cuando decidió incursionar en
el proyecto de La zona de interés, más tratándose de un
director que en títulos anteriores había dejado ver su creatividad a la hora de infundir un toque personal a sus trabajos, tal como se
revela en Sexy Beast (2000) y Bajo
la piel (2013).
El origen remoto de su nueva obra
se halla en la novela del gran
escritor británico Martín Amis, de la
que tomó el título y uno de los tres personajes principales, sometiendo el
texto literario a una profunda transformación. Si Amis partió de la historia
para crear una ficción, Glazer revirtió el orden y se aplicó a una investigación profunda acerca del
Holocausto y de las condiciones de
existencia del protagonista para anclarlo más en la realidad, devolviéndole incluso nombre y apellido.
Si es cierto que los extremos de
apertura y cierre de una película son imprescindibles a la hora de ensayar su
lectura interpretativa, esa afirmación en el caso de La zona de interés se impone como particularmente válida. En el
comienzo la pantalla se mantiene en negro durante varios minutos, acompañada de
una especie de música monocorde, procedimiento que se repite en el momento de
la finalización. Ese inicio y esa clausura funcionan para enmarcar el mundo del
horror de que en definitiva tratará el filme y permite marcar un fuerte
contraste con lo que veremos en la primera escena, ya bajo una luz y una
atmósfera completamente diferentes.
En esa secuencia primera
asistimos a un paseo familiar al borde de un río y en medio de un paisaje
bucólico de especial belleza y tranquilidad. Padre, madre, cinco hijos y
algunas empleadas hacen parte del grupo, que luego de algunas horas regresará a
su casa, escenario donde transcurre buena parte de la obra.
Esa casa impecable por fuera y
por dentro y la familia que la habita se les ven en principio sin que el
espectador pueda atribuirles unas condiciones llamativas. Solo poco más
adelante sabremos que esa casa es contigua al campo de concentración de
Auschwitz y que el jefe del hogar es el comandante del campo.
El cine de Glazer es de
personajes y esta vez esa preferencia del director se mantiene. Cada uno de los
miembros de la familia se presenta con rasgos suficientes para quedar
caracterizado con suficiencia, más allá del tiempo que permanezca en pantalla.
Si bien Rudolf Hoss y su esposa Hedwig son las cabezas, hay momentos con los
demás que aportan al corpus significativo que el director construye (la fuga de
la abuela ante el espanto de lo que escucha; la relación de dominación del hijo
mayor contra el hermano).
Rudolf dirige el campo de
concentración con la diligencia y pulcritud propias de cualquier buen gerente.
Su preocupación es la eficiencia y que los resultados sean prueba fehaciente de
que las cosas se están haciendo bien. “Trabaja como una hormiguita”, dice en
algún momento su señora. Por eso la discusión con profesionales del régimen
para la construcción de un nuevo horno crematorio se cumple con absoluta
asepsia, como si se tratara de cualquier
innovación tecnológica en una empresa.
En esa medida no extraña que todas
las críticas alrededor de La zona de interés incluyan una referencia al concepto de la banalidad del mal, elaborado
por Hannah Arendt, orientado a explicar cómo un comandante del Nazismo pudo
matar y cometer los peores crímenes sin tratarse en apariencia de ningún
monstruo, al entender que al ejecutarlos simplemente cumplía órdenes de sus
superiores, y pudiendo llevar en simultáneo una vida normal de buen padre y
buen jefe de hogar.
Pero tal vez más interesante que
el comandante, digamos más monolítico en su concepción como personaje, puede
parecer la figura de la esposa, una mujer que comparte la idea de que su marido
es un hombre que hace lo que debe hacer, y que gracias a ello disfrutan ellos y
sus hijos del bienestar que siempre soñaron y que ahora no quiere perder, al
punto de preferir que él se aleje a cumplir con el nuevo compromiso profesional
al que se le llama.
Jonathan Glazer registra con pasmosa
frialdad la normalización del mal y del ejercicio del poder, lo que consigue
gracias a una cámara que prefiere los planos generales, que anula los
movimientos para evitar subjetividades y
que actúa como el más objetivo y distante
de los testigos. A ese uso de la imagen
se agrega uno más original y devastador de la banda sonora, que coloca en off
el infierno de lo que sucede en el campo de concentración y que el espectador
nunca ve, del que solo sabe por el eco de los disparos, los gritos desgarradores
de los prisioneros y la humareda de un horno que nunca se apaga.
De lo que fue ese infierno ahora
queda un museo. También obras para luchar contra el olvido como La zona de interés, una película que restituye al cine su dignidad
de arte mayor, lejos de tanta frivolidad
y banalidad hoy a la moda.
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