Almas en pena de
Inisherin: La otra guerra
Orlando Mora
Repasar la filmografía de Martin McDonagh sirve para distintos
fines. Uno de ellos es pensar lo bien que por momentos le viene al
cine el aporte de directores que provengan de otras disciplinas creativas, en
la medida en que remueven y enriquecen sus cimientos estéticos y narrativos. Tal
sucede con este inglés que viene del Teatro y que deslumbró en el año 2008 con Escondidos en Brujas, una opera prima
fascinante por su original forma de acercarse al cine de delincuentes; con Siete psicópatas en el 2012 desconcertó
con una estructura en la que lo narrado forma parte del guion que está escribiendo
un guionista; con Tres anuncios en las
afueras en el 2017 elevó la apuesta con su visión oscura y casi faulkneriana
de la Norteamérica profunda y en el 2022 con Almas en pena de Inisherin continúa avanzando y consigue una obra
hermosa y sobrecogedora, fuerte candidata a varios Oscar en la ceremonia de
marzo.
Tal vez el análisis de los
personajes sea la forma más apropiada de acercarse al cine de McDonagh, personajes
que no son realistas en el sentido normal y corriente de la palabra. En una película cualquiera un
sicario es un sicario, un guionista es un guionista, una madre es una madre y
un hombre de provincia es un hombre de provincia. En el caso del inglés no, los
protagonistas de sus cuatro películas se nutren de la realidad, pero no la
documentan ni la ilustran. A través de ellos el escritor y director busca
adentrarse en capas más profundas del universo social y emocional del ser
humano, por lo cual lo primero que provoca en el espectador es una sensación de
sorpresa y desconcierto.
En Almas en pena de Inisherin lo que se percibe externamente es la
vida de dos amigos que han compartido la rutina y el aburrimiento de un pequeño
poblado irlandés llamado Inisherin, y un
día cualquiera uno de ellos encuentra que su amigo de siempre no quiere seguir
siéndolo porque considera que es una pérdida de tiempo y está decidido a darle a
lo que le queda de vida un sentido de mayor importancia, dedicándose a componer
música, algo que quizás logre trascender y sobrevivir al olvido. Lo que sigue en
el argumento conviene callarlo porque forma parte de la estrategia narrativa
del inglés, que va incrementando la violencia a medida que crece el
enfrentamiento entre los dos protagonistas.
Un punto de partida de tan escasa
entidad como parece serlo el distanciamiento de dos amigos cobra entidad
gracias al anclaje físico que el realizador ha dado a sus personajes. Desde los
planos iniciales la cámara planea sobre el hermoso paisaje dominado por la luz,
los verdes de la naturaleza y unos pocos caminos por los que transitan sus
pobladores. Alguna vez existió una iglesia que yace sumergida y queda la estatua de una virgen que parece mirar impasible
lo que acontece en ese humilde poblado. El único sitio de vida social es la
taberna a la que se acude a beber pintas de cerveza y en la que se han
encontrado por años, todos los días a las 2 pm, Colm y Pádraic.
Mientras se agravan las cosas en
la relación de los dos amigos, al otro lado de la isla se escuchan las cargas
de fusil y los cañonazos de la guerra civil de Irlanda de los años veinte,
cuyas razones y motivos ignoran los habitantes de Inisherin. “Que tengan
suerte, sea lo que sea por lo que luchan”, dice en algún momento Pádraic. Esa
guerra distante es clave en una de las lecturas posibles de la película, ya que
permite que lo que acontece en el estrecho mundo de Inisherin se convierta en
una metáfora profunda sobre la condición humana y sobre la pequeñez de los
motivos que desencadenan la tragedia. A lo mejor sea tan inexplicable la guerra
que suena a lo lejos como la íntima que se desencadena entre Colm y Pádraic.
Los habitantes de Inisherin son
seres solitarios, frágiles, que pertenecen a un mundo próximo a la naturaleza y
que comparten con animales su vida cotidiana. Es esa elementalidad, esa
condición primitiva la que torna en debacle personal la pérdida de un amigo, quien
con su reproche parece obligar a confrontarse en el espejo y a percibir una
insoportable imagen que apabulla. Tal vez la salida a ese mundo estrecho y
limitado esté en la huida, tal vez haya algo distinto más allá de las fronteras estrechas de Inisherin, pero
solo Siobhán, la hermana de Pádraic, lo ensayará .
Con Almas en pena de Inisherin Martin McDonagh se confirma como uno de
los directores más sugestivos de este siglo. La lúcida metáfora que ahora nos
propone está construida con base en un gran manejo del espacio, que brinda a los personajes una dimensión por la que el
espectador debe interrogarse a cada instante y cuyas respuestas no están en lo
que hacen sino en la manera como la
cámara los muestra, ofreciendo los rodeos y los tiempos justos para que cada
plano tenga una resonancia y una significación que trascienden el simple
registro de la acción.
Si alguna huella quisiera destacarse
de la experiencia teatral del director, ella habría que encontrarla en el formidable
trabajo de dirección de los actores, principales y secundarios, quienes a
partir de gestos mínimos y de silencios bordan personajes con una sutileza y una
finura que conmueven. Colin Farrel y Brendan Gleeson encabezan la fantástica
tropa.
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