El buen patrón: Los juegos del poder
Orlando Mora
En los pasados premios Goya del
cine español El buen patrón arrasó
con veinte nominaciones y al final con varios
de los reconocimientos más importantes: mejor director, mejor película, mejor
guion y mejor actor. Seguramente merced a esas distinciones ahora disfrutamos
del placer de ver en las pantallas comerciales la obra de Fernando León de
Aranoa.
No conozco cuántas películas del
madrileño se hayan estrenado en el país. Creo recordar que lo fueron Los lunes al sol (2002), su mejor
trabajo hasta la fecha y tal vez Barrio
(1998), pero en general su cine bien puede calificarse de inédito. De allí que la exhibición de El buen patrón sea una ocasión propicia para acercarse a un
director que a sus cincuenta y cuatro años luce como figura central del actual cine
español.
De los rasgos que distinguen la
obra de Fernando León de Aranoa nos detendremos en dos de los más
característicos: su interés en la
realidad y las dotes que exhibe para
construir sus guiones. En relación con el primero hay que anotar que se trata
de un director que se nutre en su
temática de lo que observa a su alrededor y de las cosas que suceden en el
mundo exterior, sin que al incorporarlas en sus obras las revista de un toque
personal que las torne subjetivas, dejando que la realidad en su objetividad
prime y se imponga. Se evidencia un
respeto por hechos materiales que no se
someten a un filtro que los personalice, una inclinación que se reconoce en una
filmografía que alterna la ficción con algunas incursiones en el documental.
A pesar de no subjetivizar la realidad, el español la
presenta bajo una mirada que elude el énfasis y la crispación, permitiendo que
sean los pequeños detalles los que vayan revelando la hondura del drama en que
se encuentran incursos sus protagonistas. Su acercamiento a la realidad no es
brusca ni pretende que se le filie con un cine dominado por la denuncia y el
discurso militante.
Esa mirada de la realidad se identifica
en la forma rigurosa de elaborar los guiones, que se edifican alrededor de los personajes y de los diálogos, haciendo
que las situaciones jueguen como un punto de partida o como un contexto, con la
atención puesta en los protagonistas, en sus gestos y en sus palabras,
disponiendo la puesta en escena en función de esa centralidad.
El buen patrón discurre por las líneas conocidas del director, esta
vez con un poco más de humor, empezando por un guion construido con un marco
temporal que determina la estructura del relato. La acción transcurre en una
semana y va evolucionando puntuada por el paso uno a uno de los días, con un
ritmo que corresponde al sentido de lo que dramáticamente pasará en ese semana:
la visita de una comisión a la empresa para la verificación y otorgamiento de
un premio a la excelencia, algo que para el propietario representa el mayor
orgullo de su vida, tal como la cámara lo muestra reiteradamente cada vez que una escena debe transcurrir en
su casa.
A Fernando León de Aranoa le
interesan las pequeñas tramas que
transcurren en la trastienda de la historia. Lo suyo no es la Historia con
mayúscula sino las cosas cotidianas que
suceden en los extramuros de la vida. En esta oportunidad esa preferencia se
revela porque a pesar de acercarse al
mundo empresarial, mostrando algo así como la otra cara de la moneda respecto
de lo que pasaba con los trabajadores despedidos en Los lunes al sol, no se trata de una empresa de gran tamaño y en una gran
ciudad. Es una empresa familiar de provincia, digamos lo empresarial visto en
una escala menor, sin que esa falta de amplificación en el tamaño le reste verdad o densidad a la obra.
El buen patrón se ocupa ante todo de la forma como se vive y se
ejerce el poder en el ámbito de una empresa de dimensiones menores. Al mando se
encuentra Julio Blanco, un hombre que tiene una actitud patriarcal frente a sus
trabajadores y colaboradores, a quienes llama sus hijos, su familia. Por eso se
siente con derecho a inmiscuirse en los asuntos privados de sus servidores, si percibe
que con ellos se afecta el negocio.
El poder que Julio, el buen
patrón, ejerce frente a sus colaboradores existe y es real, más allá de la
buena conciencia bajo la que se
presenta. Lo que sucede en la larga semana a que se contrae la película es que Blanco
vive una insubordinación discreta y progresiva de algunos de sus servidores, en
una especie de metáfora sobre algo mayor que se agita en aguas profundas del cuerpo
social. Los problemas acrecen justo cuando está a punto de llegar la comisión
que calificará la empresa; dificultades que parecían manejables se van saliendo
de control, mostrando que el poder y el conocimiento de Julio son más limitados
de lo que él cree.
La relación del empresario con
una nueva becaria del área de Marketing lo compromete más allá de lo habitual y
se resuelve en un desenlace que confronta su poder. El guion despliega acá un
giro sorpresivo, algo muy del gusto del director como ya se veía en Familia, su opera prima. Solo que Julio
no es un personaje lúcido, su margen de acomodamiento es elástico y dura su
piel, capaz de tolerar y asimilar los cambios a condición de que las cosas sigan
iguales. El registro de León de Aranoa mezcla esta vez
lo dramático y trágico con lo satírico, lo que otorga un sabor más
popular a una buena película que cabalga sobre la actuación antológica de
Javier Bardem.
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