La sinfónica de Los
Andes: El derecho a los sueños
Orlando Mora
Hace algunos días se estrenó en el país La sinfónica de Los Andes, el último documental de Marta Rodríguez.
Desde luego que su exhibición estuvo reducida a unas pocas salas
independientes, con lo cual el número total de los espectadores apenas llegará difícilmente
a unos miles, una lástima si se toman en consideración la calidad del trabajo y
lo que significa como continuidad de una vocación creativa que no conoce pausas
ni desfallecimientos.
A sus ochenta y seis años de edad Rodríguez es una especie de sobreviviente, con orígenes que la
vinculan al momento en que el cine latinoamericano empezó a existir como
totalidad geográfica, con una vitalidad y una fuerza que lo convirtieron en auténtica novedad. Antes de la década del
sesenta estaban los países que habían
tenido una industria como México, Brasil y Argentina, pero el resto del
continente prácticamente no contaba. Bajo el
entusiasmo que despertó la revolución cubana y la convulsión política de
esos años, a partir del encuentro de Viña del Mar en 1967 comenzó a hablarse
del Nuevo Cine Latinoamericano.
Chircales (1968-1972) de Marta Rodríguez y
Jorge Silva es una obra fundacional del documental y del cine colombiano en
general, con un poder de sobrevivencia que asombra. Vista hoy, Chircales conserva intactos sus valores, a diferencia de
lo que ha sucedido con buena parte del cine que se hizo en Latinoamérica en esa
época, y que ha soportado muy mal el paso del tiempo.
Rodríguez superó la
enorme pérdida que supuso la muerte en 1987 de Jorge Silva, su compañero de
vida y de creación, un fotógrafo de especial intuición y que entendía muy bien
el carácter visual del cine, lo que permitió que sus obras se diferenciaran del discurso directo y casi panfletario de
buena parte de lo que se hizo en medio de la embriaguez política de esos años.
A pesar de la ausencia de Silva, Marta prosiguió en solitario
su trabajo documental, con el apoyo en los últimos años de Fernando Restrepo. A
esa tenacidad en el esfuerzo corresponde La
sinfónica de Los Andes, una pieza que da cuenta de la fidelidad a un oficio
y a unas maneras de entender la práctica
del cine documental, lo que ya de por sí otorga un valor a la película que por
fortuna ha podido verse en estos días.
Marta Rodríguez regresa a las comunidades del Cauca que tan
bien conoce, y lo hace bajo el impulso artístico que siempre la animó: dar
cuenta de la forma como los miembros de esos grupos minoritarios sobreviven en
medio de la violencia y el desamparo oficial. Sin embargo, no existe un tono
sensiblero, la directora se acerca con una mirada que respeta la dignidad de
seres humanos de sus protagonistas, capaces de afrontar circunstancias adversas
y conservar el apego a la vida y a sus costumbres.
De eso trata justamente La
sinfónica de Los Andes, que se centra en el drama de tres familias de las comunidades indígenas
del Cauca, que padecieron la muerte absurda de sus niños, víctimas de una
guerra en la que se cruza fuego de distintos bandos y en medio de la cual ellos quedan atrapados e indefensos.
La directora siempre ha utilizado como instrumento narrativo
principal la entrevista directa, lograda luego de muchos días de cercanía y
familiaridad, lo que permite que los entrevistados al momento de la grabación
hayan superado en buena medida el temor y la distancia que impone la cámara. En
este caso, son desgarradores los relatos de los padres de los niños, cuando rememoran
las circunstancias en que fallecieron y las heridas imposibles de cicatrizar
que esa pérdida les ha dejado.
Ritmando el relato van temas que interpreta una banda de
música creada en la región, que acompaña con canciones
que hablan de los deseos y las esperanzas de sus comunidades. A
más de su función narrativa, la música posee un valor simbólico adicional, que apunta hacia la posibilidad de otros
mundos en los que esos seres puedan encontrar caminos diferentes para realizar sus
vidas a plenitud.
Lo mejor de La
sinfónica de Los Andes reside en la parte testimonial del drama de las
familias y en la manera como Rodríguez construye su relato, con una intensidad
que corta la respiración. A partir del momento en que la directora introduce
elementos ajenos a esa corriente principal, con una entrevista a Manuel
Marulanda y con imágenes del reciente
proceso de paz, el documental pierde concentración y no alcanza a hilar un
discurso completo, por lo menos desde nuestro punto de vista. Es demasiado
complejo lo que sucede en esa zona, con
causas económicas y delincuenciales que en ese proceso no se entendieron, con el resultado trágico de que
ahora la violencia y las muertes van en
aumento.
Marta Rodríguez sigue aferrada a su destino y
a su vocación de documentalista, con una fidelidad que hace recordar los
versos del poeta colombiano Alvaro
Mutis: Que te acoja la muerte con tus sueños intactos.
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