Hacia la luz: El cine como espejo de la vida
Orlando Mora
En pocas salas y con pocas funciones acaba de estrenarse en
la ciudad una película que ningún buen cinéfilo debiera dejar de ver. Esta vez
no hablamos de actualidad, se lanzó mundialmente en el festival de Cannes del
2017, ni que estemos en presencia de una
absoluta obra maestra. Digamos simplemente que se trata de buen cine y de un cine distinto, de ese que
pocas veces alcanza espacio en el circuito de la exhibición comercial.
Hacia la luz es cine minoritario,
un tipo de material sin pretensiones de llegar a grandes masas y que
está a la espera de que con la visibilidad lograda en los festivales, algún
independiente arriesgue en la adquisición de sus derechos. Es posible, incluso, que
sin el relativo éxito de la obra anterior de su directora, Una panadería en Tokio, esta película no anduviera por estos lados.
En esa medida vale la
pena anotar que Hacia la luz plantea al
espectador algunos retos que no estaban en Una
panadería en Tokio, que nos parece de lejos la obra más asequible y popular
de toda la filmografía de la japonesa Naomi Kawasi, una realizadora que alcanzó
la cámara de Oro a Mejor Opera Prima en Cannes en 1997, y desde ese momento se
convirtió en invitada permanente a las secciones oficiales de los principales
festivales del mundo.
De Kawasi hay que decir ante todo que se trata de una
verdadera autora, en el sentido de que escribe los guiones de sus películas, y a partir de ese punto de partida consolida un universo propio, con unas preocupaciones
temáticas y formales absolutamente reconocibles. Casi que bastan unos pocos
planos para que sus obras puedan identificarse.
En Hacia la luz la japonesa utiliza la misma estructura
narrativa de otros de sus filmes. La película abre con una escena en la que
aparecen los protagonistas en grupo, luego habrá un tiempo para detenerse en ellos
por separado, y ya con esa información
el relato se ocupa de las relaciones que surgen entre los dos personajes
centrales.
La historia que nos
propone la directora no puede ser más sugestiva.
La joven Misako apenas se inicia en el oficio
de hacer para limitados visuales descripciones
verbales de películas, con la idea de poner
en palabras lo que está sucediendo en las imágenes, un trabajo que se somete al
juicio de los destinatarios y de varios
tutores.
Mirado desde ese punto de vista, pudiera decirse que Naomi
Kawase incursiona en esa especie de
subgénero que es el de películas de cine dentro del cine, con una
característica que le otorga una radical originalidad y es que esta vez lo que
se plantea es una inversión en el
proceso de creación de las películas. Ellas son en el comienzo un guion
escrito, es decir, palabras que luego se convierten en imágenes. La labor de Misako es de deconstrucción: a partir de
las imágenes encontrar un relato verbal sólido y que aspire a ser fiel.
Ese cierto juego de espejos que propone Hacia la luz le da al filme unos niveles de lectura más profundos,
que van más allá de la trama y era a eso a lo que nos referíamos cuando atrás
mencionamos que se trataba de una obra más compleja que Una
panadería en Tokio. Nada más apasionante que intentar descifrar lo que
visualmente nos trae un plano en relación con lo que se cuenta y lograr a pesar
del cambio de lenguaje una razonable fidelidad.
Sin embargo, no hay que creer que el filme se concibe o se
agota en un planteamiento teórico. Ese hermoso punto de partida da paso a una
historia de amor entre Misako y Nakamori, un fotógrafo afectado por una
enfermedad irreversible de los ojos irreversible y que lucha por no abandonar
el uso de su vieja cámara, “su corazón aunque ya no la use”, según lo dice en determinado momento.
A través de la relación con Misako, el fotógrafo consigue un cierto
reacomodo con su realidad, que se materializa en el gesto de deshacerse de la
cámara, en una aceptación de sus limitaciones y de la necesidad de entender que
la vida cambió, pero que se puede y debe seguir en busca de otra luz y otros
atardeceres, dicho eso en el registro íntimo y casi en voz baja que caracteriza a la directora.
Naomi Kawase aprovecha
y enriquece la herencia de directores clásicos de su país, en especial de
Yasujiro Ozu, del que toma aspectos claves de clima emocional, posiciones de
cámara y ritmo narrativo, esta vez con
el aporte de un extraordinario actor convertido en infaltable de sus últimas
películas: Masatoshi Nagase.
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