El cuento de las
comadrejas: La película de la vida
Orlando Mora
El guionista y director Juan José Campanella vivió y trabajó
durante varios años en los Estados Unidos. Más que un simple dato biográfico,
es un hecho que sirve para entender la concepción que del cine tiene el
director, aprendida en una industria que se preocupa por el público como destinatario de la obra cinematográfica, y lejos del
desentendimiento por el espectador que hoy figura casi como premisa del considerado
cine más moderno.
En esa medida no sorprenden los grandes sucesos de público del
argentino, como aconteció con El hijo de
la novia en el 2001 y la culminación en el
Oscar a Mejor película Extranjera con El secreto de sus ojos en el 2009. Para Campanella el cine es
entretenimiento, lo que no significa banalidad o intrascendencia. Sus trabajos
caminan en la vía de un pacto entre
calidad y popularidad.
Estas palabras de introducción quizás sirvan para ubicar de
mejor manera la última película del director, en cartelera en el país desde
hace dos semanas. El cuento de las comadrejas
es un divertimento en el sentido más digno de la palabra, un filme gozoso que
nos hace reír con un humor en el que
destacan, a partes iguales, la inteligencia del guion y el profundo
conocimiento que hoy Campanella tiene de su
oficio.
El cuento de las
comadrejas es cine
sobre el cine, pero de una forma bastante particular. Esta vez no estamos en
presencia del rodaje de una película dentro de la película, una las maneras
habituales de entrar en esta especie de subgénero, sino que lo cinematográfico opera como una referencia universal, al punto
de que nada de lo que sucede en la
pantalla es ajeno al mundo del cine.
Empezando por la historia, hay que decir que el guion es una nueva versión de Los muchachos de antes no usaban arsénico,
una celebrada película de 1976 de José
Martínez Suárez. Campanella y su coguionista Darren Kloomok venían trabajando
en el proyecto desde hacía muchos años,
tratando de encontrar el tiempo y el espacio en los que en definitiva debía ubicarse la trama.
En El cuento de las
comadrejas la acción transcurre en un único lugar, salvo algunas pocas
escenas episódicas. Cuatro personajes, figuras pertenecientes a un tiempo
pasado del cine, malviven juntos en una antigua casona, obligados a sobrevivir
con lo poco que les queda, aferrados a una gloria que ahora es solo amargura y
recuerdos. Al frente de esa extraña tropa está Mara Ortiz, una gran diva del
pasado, a la que acompañan un actor, que es su marido, un guionista y un
director.
Basta haber visto alguna vez Sunset Boulevard, la película de Billy Wilder de 1950, para darse
cuenta del primer juego que propone el director, al propiciar en el espectador la
evocación de Gloria Swanson, la
protagonista de esa obra clásica. Lo segundo es que la actriz que encarna a
Mara es efectivamente una leyenda viva del cine argentino, la inolvidable
Graciela Borges, que acá copia gestos y poses de Sunset Boulevard, pero que en los momentos en que abandona el
terreno de la parodia, demuestra el alto vuelo de sus dotes profesionales.
Los otros tres personajes están encarnados por dos actores de
larga trayectoria como Luis Brandoni y Oscar Martínez y el tercero es Marcos
Mundstock, el alma de Les Luthiers. El
guion permite colocar en los diálogos los pozos de reproche y rencor que el
paso de los años ha acumulado en todos ellos, lo que no les impide disfrutar de
la vida con las cosas que pertenecieron a su mundo en cuanto a juegos, licores
y deportes.
Si bien hay algo de nostalgia en la evocación de lo que fue
el cine de otro tiempo, El juego de las comadrejas roza algunos de los temas más serios que suele plantear
en general la vejez, como el de pensar que se fue muy bueno y que el olvido de
hoy es simple incomprensión, y también la tentación de confiar en la
celebración de las pasadas grandezas, lo
que lleva a Mara a facilitar el abuso de Francisco y Bárbara, los dos
personajes jóvenes en quienes el guion deja algunas pinceladas sobre los
valores y el egoísmo de la nueva generación.
A tanta invitación cinéfila como la que propone la historia,
en esa medida tal vez más disfrutable por un espectador enterado que leerá
mejor sus claves, Juan José Campanella aporta su profundo conocimiento del
oficio, jugando con los géneros y pasando con astucia de la comedia al drama y
al thriller, recordándonos que al final estamos simplemente en una película, es
decir, en el terreno de la fábula y la invención en el que todo cabe, incluido
su rocambolesco y restaurador final.
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