Pájaros de verano: La
verdad de la leyenda
Orlando Mora
La ficción de que se ocupa Pájaros de verano se inspira en hechos reales, sucedidos en la
región de la Guajira colombiana en las
décadas del sesenta al ochenta del siglo pasado. Así se declara en un anuncio
puesto sobre fondo negro al comienzo de todo, incluso de los títulos. Con ello
más que una información sobre un espacio
y un tiempo precisos, se suministra una perspectiva al espectador para que juzgue y valore.
Lo que sigue a manera de prólogo es la presentación de la
cultura tradicional Wayuu, sintetizada en la ceremonia en que la joven Zaida termina el año de encierro
y es ya una mujer lista para ser desposada por
un hombre capaz de superar el reto de un exigente baile tradicional y de
pagar la dote que señala la familia. Por la vía de la unión de la pareja se
dará el encuentro de dos grupos familiares que operan como clanes, los Pushaine
y los Abuchaibe, que estarán en el
centro de la historia.
Lo de los años sesenta y setenta apunta a la época en
que la mayor desgracia vivida por el
país, la producción y comercio de la droga, empezó en la Guajira con el auge de
la marihuana, lo que condujo a lo que todavía se conoce como la bonanza
marimbera, un tiempo que ahora luce demasiado lejano y un tanto eclipsado por
los acontecimientos posteriores.
Los guionistas y directores de Pájaros de verano vuelven a esa etapa de la vida nacional para
mostrar los efectos letales de la droga en cuanto a su poder para destruir los
lazos y rituales de la comunidad Wayuu.
De allí que la decisión de Cristina Gallego y Ciro Guerra, los realizadores, no
haya sido la de ofrecer una reconstrucción en presente, sino hacer que la
historia se cuente desde el canto de un
juglar de la comunidad, con una estructura de capítulos que sugestivamente se
denominan cantos.
Con demasiada frecuencia se repite que el cine colombiano
solo se ocupa de relatos que giran
alrededor de la violencia que nos ha
dejado el negocio de las drogas, una
afirmación absolutamente falsa y que no resiste la más mínima revisión de la
filmografía nacional en ese sentido. Bien por el contrario, lo que todavía se
echa de menos es la falta de originalidad y profundidad en el acercamiento al
espectro de los daños producidos por el narcotráfico y sus consecuencias
devastadoras en todos los sectores de la sociedad colombiana.
Ya Víctor Gaviria con Sumas
y restas había avanzado en la dirección correcta, al lograr un
planteamiento moral a través del personaje del protagonista, un hombre que cree
poder instalarse en el universo de los traficantes y disfrutar impunemente de
su plata. Ahora Ciro Guerra y Cristina Gallego presentan una propuesta que a
partir de lo particular, el caso de la Guajira en unos años precisos, cristalizan
lo que bien puede leerse como una representación simbólica sobre lo que de
manera general ha sucedido en Colombia, convertida merced a las drogas en un
país roto y en el que los valores éticos
han sido aniquilados.
Hay algo en la superficie de Pájaros de verano que puede llamar a engaños y es la tentación a que
se la lea como una trama más sobre el
inicio, ascenso y caída de narcotraficantes, influenciada por el género del cine norteamericano de
gánsteres. Por el contrario, lo fascinante de la obra de Gallego y Guerra es
que niegan el realismo en ese sentido y prefieren apropiarse de esa forma más profunda
de la verdad que reposa en la leyenda, en el mito y por eso cuentan su historia
desde la voz de un juglar, que recuerda lo que está a punto de perderse y borrarse
para siempre.
El principio de Pájaros
de verano es deslumbrante y su final alcanza un nivel de belleza
sobrecogedora. En el intermedio están los inevitables episodios de una guerra
que suenan conocidos, pero la película no trata de ellos. Lo que importa en el
filme de Cristina Gallego y Ciro Guerra es el relato sobre la destrucción de
una cultura, de una tradición y el final de una época, que reconocemos en el último
y desolado encuentro de Úrsula y Aníbal, las cabezas de los clanes de los Pushaine y los abuchaibe.
Hace rato que la potencia visual del cine del director de Los viajes del viento no admite
discusión. Acá encuentra su mejor versión, aprovechando las posibilidades del
paisaje y ajustando las piezas de una película con alcances y desenlace de
auténtica tragedia.
Actores, fotografía, música, todo se conjuga en el trabajo de Cristina Gallego y Ciro Guerra, una obra de cine nacional que enorgullece y
emociona.
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