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Isla perdida: Las sombras del pasado

Orlando Mora

El estreno comercial de una película de Fernando Trueba será siempre una buena noticia para la cinefilia. Por edad y por trayectoria el español es una de las voces cimeras del cine de su país, con títulos que enorgullecen y distinciones tan relevantes como un Oso de Plata en Berlín, varios Goyas en España y un Oscar a mejor película extranjera en 1993 por Belle Epoque.

Mucha agua ha corrido desde aquel lejano 1980, cuando debutó en el largometraje con un filme llamado justamente Opera Prima, una obra fresca e inteligente que se inscribía en el ambiente de libertad y  desenfado que se vivía en esos primeros años de la España posfranquista.  Nombres como Pedro Almodóvar, Fernando Colomo y otros fueron sus compañeros de lucha en el esfuerzo por brindar testimonio de esa nueva modernidad nacional.

Por supuesto que las  cosas han cambiado sustancialmente desde esos remotos días. Hoy su hijo Jonás sorprende gratamente a la cabeza del cine de la generación de relevo, con directores que se mueven con soltura y originalidad en un mundo distinto y en el que el espectáculo audiovisual se despliega en distintas direcciones y la noción de lo que fue el cine en sentido clásico ha desaparecido.

Fernando Trueba pertenece a  otro tiempo y es evidente que su mirada de cineasta se nutre de viejos maestros que le dejaron señales indelebles, reconocibles hoy cuando llega a la película número diecinueve, y en su manera de estructurar el guion o disponer la puesta en escena se perciben remembranzas de esos autores amados.

Esa referencia generacional luce  como imprescindible a la hora de acercarse a Isla perdida, en cartelera en la ciudad desde hace algunos días. Se trata para decirlo de una vez de una obra menor, pero que en ese carácter se disfruta a plenitud, al encontrar en ella cosas que evocan el profundo conocimiento que Trueba tiene de la historia del cine y la forma como esa herencia se convierte en fuente de inspiración para su trabajo de creación.

Según ha declarado el director, el guion se escribió hace bastantes años, contando con la colaboración del escritor norteamericano Rylend Grant, y su rodaje se fue posponiendo por cuestiones de producción y de otros compromisos. Sin conocer el aporte de cada uno de los coguionistas, es incontrovertible  que las líneas dominantes pertenecen al cineasta, que se evidencian en el juego con distintos géneros cinematográficos, en una película claramente atravesada por el amor al cine.

El título del filme en español, menos sugestivo que el Haunted heart del original,  alude al lugar en  que transcurre la acción, una isla pequeña en  Grecia, en el que funciona un restaurante al que acuden turistas en el verano. Su propietario es un hombre solitario, Max, encarnado con cierta rigidez por Matt Dillon. Allí aparece una española (espléndida Aída Folch), que ha sido contratada para chef, pero que termina de camarera por la tardanza de su accidentada llegada.

Lo hermoso que subyace en la idea de situar la acción en ese  apartado rincón del mundo es que allí se encuentran dos personas que buscan escapar de su pasado, un lugar en el que flota en esa medida el recuerdo de Casablanca y del Rick que encarna Humphrey  Bogart. El azar, que todo lo dispone, hace que de manera accidental se descubra de qué huye Max y ese descubrimiento frustrará la búsqueda de una vida nueva.

Trueba suma a la caracterización del personaje masculino una referencia a la música, la otra gran pasión del director, con un clarinete que Max guarda con celo y que toca en momentos de soledad, elemento un tanto arbitrario si se quiere, pero que agrega misterio e intimidad al clima emocional de la trama.

Con Isla perdida sabremos de nuevo que el pasado nunca desaparece  y que de alguna manera  termina por regresar, acaso porque en el fondo  seguimos siendo los mismos   y repetiremos los mismos errores. Al amor desprevenido de ella lo cruzan los celos de Max, aquéllos  que probablemente desencadenaron la tragedia que en  esas lejanías él ha buscado  olvidar.

El Trueba cinéfilo nos cuenta una historia romántica, que luego salta a thriller, con una transformación en el ritmo  del último de los tres capítulos  en que se divide el relato. Tal vez algunos espectadores encontrarán artificio en ese salto, pero en general habrá que agradecer  la incursión del director en una auténtica ficción, con personajes de carne y hueso que nos son cercanos, con una puesta en escena impecable y despojada de la enfermiza parafernalia de los efectos especiales.

La vida en veces no brinda segundas oportunidades, así se persigan en tierras distantes, como acontece con Max. Al final quedan apenas muerte y soledad, en un desenlace conmovedor  que nos hizo pensar en el cierre de El carnicero, la inolvidable película del francés Claude Chabrol.


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