La memoria infinita: El amor y las sombras
Orlando Mora
De nuevo las
plataformas de streaming nos están deparando en estos días buenas noticias. Una
de ellas ha sido el lanzamiento en Netflix de La memoria infinita, un documental chileno que con absoluta
seguridad no hubiera encontrado espacio en los circuitos comerciales de
Colombia y de muchos otros países.
Maite Alberdi es
una realizadora que ha adelantado desde El
salvavidas, su primer largometraje en el 2011, una carrera cuidadosa y de
una consistencia admirable. En cada nuevo título asume riesgos y explora
caminos que la están convirtiendo en uno de los nombres imprescindibles del
actual cine latinoamericano, en particular por la agudeza de una mirada que le
permite intuir las posibilidades de ciertos personajes y ciertas situaciones,
a cuyo seguimiento se dedica sin desmayo por meses y años, convencida de que el
documental es un ejercicio de paciencia, como bien lo ha manifestado en
distintas oportunidades.
En La memoria infinita se abandona el
registro de comedia dramática que dominaba en El Agente topo y se llega a uno más oscuro y triste, dictado por la
realidad de los hechos de que se ocupa y que vale la pena anticipar. En el año
2014 Augusto Góngora, un reconocido periodista y presentador de televisión,
hizo público que estaba aquejado de alzheimer, una declaración insólita en el
caso de una enfermedad que por una tendencia casi instintiva tiende a
mantenerse en el pudor del silencio y el ocultamiento.
Augusto había mantenido
una relación sentimental por espacio de veinte años con Paulina Urrutia, una
actriz de teatro también conocida en los Medios y que se había desempeñado como
Ministra de Cultura de la presidenta Michelle Bachelet, con la que luego de ese
largo tiempo se casó. La noticia de lo que se cernía sobre una pareja tan
pública ocupó primeras páginas de periódicos y revistas y atrajo la atención de
Maite Alberdi, que inició un acercamiento sin tener claro hacia dónde la
conduciría esa exploración.
El mal sufrido
por Augusto no podía ser más dolorosamente paradójico. Un periodista que había
dedicado su vida profesional a trabajar casi desde la clandestinidad en el registro de las cosas terribles que sucedieron
en Chile y que predicaba la necesidad de preservar la memoria como referente
necesario para una auténtica reconstrucción del país luego de la pesadilla de
Pinochet, ese hombre que había pasado tanto tiempo en lucha contra el olvido,
de pronto aparecía como víctima de una enfermedad que inexorablemente lo
conduciría a la noche de las sombras y las tinieblas.
Pero Maite Alberdi
no se inclina por el registro del deterioro creciente de Augusto sino por
captar cómo esa progresión se vive en el espacio íntimo de la pareja, con una mujer profundamente
enamorada de su esposo y que toma la decisión generosa y valiente de acompañarlo
en un proceso sin solución ni regreso.
En esa medida
bien puede decirse que La Memoria
infinita es un filme de amor, un amor confrontado con la realidad trágica y
devastadora de una enfermedad que va borrando los contornos de todo lo que se
ha vivido y de las personas con las que se ha vivido y se vive. Es eso lo que
la convierte en una película dolorosa, en la que, sin embargo, se evita cualquier
asomo de crueldad.
La directora no
oculta la presencia de la cámara y en varios planos Paulina se vuelve hacia
ella, impidiendo de esa manera que el espectador diluya su atención al pensar que se trata de una
ficción. También la articulación del pasado en el presente se trabaja con el fin exclusivo de que se
conozca de qué parajes de felicidad venían esos dos seres y mensurar así la amarga
situación en que el destino los ha colocado.
En La memoria infinita subyace un gran
problema ético y es saber hasta dónde un artista puede acercarse a una
situación personal tan calamitosa. Alberdi es plenamente consciente de ello y
lo resuelve con una puesta en escena en que predomina la luz, con un diseño de
planos medios que elude el exceso de
dramatización y difuminando un poco los momentos más intensos, aquellos en que
Augusto se quiebra y en que la angustia crece hasta casi rozar lo
insoportable.
Una asordinada
banda sonora con fragmentos de canciones populares apuntala los ramalazos de nostalgia
a que la película remite en los momentos
evocados de un pasado que se ha esfumado y que ahora se pierde entre las sombras que invaden el día a día de Augusto
Góngora, con el desenlace de una muerte posterior a la película y que hoy sabemos ocurrió en mayo de este
2023.
Comentarios
Publicar un comentario