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Los reyes del mundo: La vida entre las manos

Orlando Mora

Se acaba de estrenar en el país Los reyes del mundo, la película de Laura Mora premiada con los máximos reconocimientos en festivales como San Sebastián y Biarritz, en lo que supone la confirmación de un talento que brillaba y sorprendía en Matar a Jesús, su opera prima. Lo primero a desechar es la calificación de realista para el cine que realiza la directora, una impresión engañosa que propicia el hecho de partir sus guiones de supuestos con claros anclajes en la realidad.

En Matar a Jesús esa sensación era mayor, en parte porque  la historia que se narraba correspondía a la tragedia vivida por Laura, cuando su padre fue asesinado a las puertas de su casa por un sicario. Lentamente esa terrible experiencia de dolor, impotencia y frustración fue dando cuerpo al argumento de la obra, que centraba su atención en la relación del personaje de la hija con el autor de los disparos, a quien reconoce de casualidad  en una discoteca. Con ocasión de ese acercamiento la protagonista realiza una inmersión en el ambiente de marginalidad social en que vive el sicario, completamente diferente al suyo como hija de un exitoso profesional del derecho.

Si bien la película propone una mirada realista sobre el medio en que se mueve el muchacho de nombre Jesús, es evidente que  la directora parte de la realidad pero que no pretende simplemente ilustrarla o reconstruirla, colocando en adición elementos  que la profundizan y remiten a zonas muy oscuras del alma humana, algo que se revela en la escena  más importante  de la obra, cuando en una celebración barrial  la pareja de Paula y Jesús se juntan en un baile y de pronto se altera el tono del registro y se desplaza a un nivel de abstracción, dejándolos en solitario en el momento en que la joven se roza con la humanidad del muchacho,  en un descubrimiento  que no se enfatiza ni manipula y que provoca una perturbación en la conciencia del espectador.    

Al igual que sucedió con Víctor Gaviria, quien al momento de buscar locaciones para la realización de Rodrigo D no futuro descubrió la fuerza vital de los muchachos de esas barriadas en las escarpadas laderas de Medellín y allí enraizó definitivamente su cine, Laura Mora encontró en el contacto con esos jóvenes la simiente para su siguiente película, Los reyes del barrio, claramente inspirada en esos  adolescentes que se toman la vida con una furia y una inmediatez que la conmovieron.

Ya se ha insistido muchas veces en la aconsejable distancia que se debe tomar frente a  los buenos resultados de las primeras películas,  dado que con frecuencia sus directores no consiguen superar el reto que las expectativas de los demás les imponen. Ese riesgo con Laura no se materializa y bien por el contrario, su nuevo filme marca inocultables progresos en distintos frentes en relación con su opera prima. Se siente una mayor soltura, una mayor libertad en la realización formal de la película y un  pulso  admirable para dirigir al grupo de sus cinco chicos, que parecen más viviendo que actuando.

Pero quizás lo que más entusiasma  en Los reyes del mundo es que el tratamiento se torna estéticamente menos realista que en Matar a Jesús, generalizando el tono subjetivo y casi lírico que esporádicamente aparecía en esta última. Alguien pudiera decir que Los reyes del mundo cuenta el viaje de un grupo de jóvenes  de Medellín al Bajo Cauca a reclamar unas tierras que le van a restituir a uno de ellos como heredero de su abuela, pero esa síntesis sería solo la primera capa de la película, la de la superficie; las que siguen son imposibles de reducir a palabras, ya que tienen que ver con la fuerza visual de las escenas, en las que la descripción cede el paso a la imaginación, con planos de una inenarrable belleza  que transforman la realidad, enriqueciéndola y llenándola de emoción y sentido.  

Los protagonistas de la segunda película de Laura Mora viven de manera veloz, son chicos sin futuro que “odian el mundo, pero aman la vida”, como lo mencionara en una lúcida entrevista la directora. La realidad exterior nada les ofrece y en su viaje los vemos incurrir en estropicios que para ellos poco significan: cortan cercas, espantan ganado, rompen lámparas del alumbrado público. Son marginales que intentar recuperar cosas de las que otros más poderosos se han apropiado y que desde luego no les van a devolver; las amenazas los acechan, sin que la realizadora se detenga en ellas, manteniéndolas  al fondo, por instantes literalmente fuera de foco. El contexto social está claro, pero a la directora le interesa  ir más allá y a través de la puesta en escena (los encuadres, la planificación, el uso del sonido) superar y trascender lo puramente narrativo.

Cuando se acerca el desenlace uno teme que la directora vaya a incurrir en un final simbólico, con la insumisión de los chicos cuando se apoderan de una vía y la cierran con desechos y llantas encendidas, en una solución que hubiera sido más emocional que real. Por fortuna ello no acontece y el cierre se cumple con una escena de una construcción soberbia, con la cámara colocada detrás del único muro que queda de la casa con la que los protagonistas han soñado y fuera de cuadro sucede lo que inevitable y fatalmente  tenía que ocurrir.

Más allá de sus muchos atributos que merecerían el premio de dirección en cualquier festival de primera categoría, lo mejor de Los reyes del mundo es lo que anuncia sobre el futuro de una directora que no parece agotar en esta película sus posibilidades creativas,  las que de seguir creciendo al ritmo que revela esta segunda obra la convertirán en una de las voces más sugestivas de la cinematografía latinoamericana. Lo de Laura Mora en esta película es simplemente cine, cine puro, cine por los cuatro costados.  

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