Adiós, señor
Haffman: Lo teatral en el cine
Orlando Mora
Se mantiene por fortuna en
segunda semana de exhibición la película
francesa Adiós, señor Haffman de Fred Cavayé, un director acostumbrado en su país a
lograr cifras importantes de espectadores. Desconozco si alguno de sus títulos
anteriores se ha estrenado entre nosotros, pero es evidente que se trata de un
realizador con oficio y supongo que su cine cuente con virtudes que expliquen el
buen destino en la taquilla. Adiós, señor
Haffman las tiene.
El nuevo filme de Cavayé se basa
en una obra de teatro de idéntico título de Jean-Philippe Daguerre estrenada en
el 2016 y que contó con muy favorable acogida de la crítica francesa. Al no
haber leído la pieza original resulta imposible juzgar qué tipo de adaptación
se hizo en esta oportunidad, aunque los rastros de su origen teatral son
fáciles de percibir a la largo de la película.
Tal vez no exista un mejor medio
para volver conscientes las especificidades del lenguaje cinematográfico que
asistir a una obra de teatro. Basta una primera mirada para entender cuánto
debe y continúa debiendo el cine a la representación teatral, no solo en sus inicios
cuando se filmaba con la cámara quieta y casi podía hablarse de teatro filmado,
sino que en parte central de su esencia el cine trabaja con elementos básicos
tomados del teatro como la actuación, los diálogos y la puesta en escena en
cuanto definición de un determinado espacio para el movimiento de los actores.
Solo que en el teatro la puesta en escena se hace para un espectador que
permanece en una posición fija mientras en el cine se hace para la cámara, y
será ella con sus desplazamientos, los distintos tamaños de planos, y luego el
montaje los que nos entregarán ese algo diferente que es el cine, convertido gracias a esa magia en
un arte narrativo. Lo teatral vuelto pura narración.
Estas pocas líneas para entrar en
Adiós, señor Haffman y explicar un
poco qué de sus raíces originales se conservan en la película, aunque sin
lastrarla irremediablemente, por lo menos desde nuestro personal punto de
vista. Se siente ante todo en haber privilegiado la estructura de escenas que campea
en el teatro, eliminando las transiciones que van de una a otra y que son las
que sirven para que la fuerza significativa de un filme se enriquezca. El cine
es algo más que filmar escenas y esa es la limitación mayor del trabajo de
Cavayé.
Dejado de lado ese reparo, hay
que decir que lo que trae la película es atractivo y suficiente para que los
buenos espectadores se interesen en ella. En especial porque también a
consecuencia de su origen, el filme gira alrededor de tres personajes con
sentimientos que cambian y se transforman a lo largo de la obra, sin caer en vulneraciones
maniqueas y con una forma astuta de progresión que impide que el espectador se
anticipe a la evolución misma de la pieza.
No obstante lo que sugiere el
título de la obra original y de su adaptación cinematográfica, el personaje
central no es el señor Haffman y desde el punto de vista del armado dramático
el poder revelador de la obra descansa sobre los otros dos protagonistas. El
joyero Haffman de origen judío convive por motivos que no conviene revelar con
Francois Mercier, el hombre que era su trabajador y con Blanche, la esposa de
éste, en una coyuntura trágica que propiciará el surgimiento del conflicto.
Mientras Haffman se encuentra
atrapado a consecuencia de su origen
racial en el París ocupado de 1941 y en esa medida su posición es más estática
en cuanto personaje, Mercier y su esposa quedan inmersos en circunstancias diferentes a las habituales y son ellos los que poco a poco se asoman a
cambios que los atraen como a un precipicio, ya que les revelan partes de ellos
mismos que no conocían ni sospechaban siquiera.
La fuerza y la ambigüedad de
Mercier y Blanche y su lenta transformación se consiguen merced a la lógica del
director de sacarlos de lo arquetípico y al aporte fundamental de los dos
actores que los encarnan, el magnífico Gilles Lellouche y la sorprendente Sara
Giraudeau, responsable ella por el ritmo
pausado y la precisión de su juego actoral de uno de los planos más bellos de
la película, en la escena previa al desenlace.
No ha sido generosa en general la
crítica con Adiós, señor Haffman, calificándola con algo así como tres sobre
cinco. Parecen cobrarle su estética tradicional y el vuelo un tanto recortado
del estilo visual de Fred Cavayé, cuando
quizá fuera preferible relievar la eficacia de su puesta en escena para ocuparse
de una historia que interesa y por pasajes sorprende.
En el momento en que las
taquillas en todas partes del mundo las encabezan tres tanques como Jurassic
World: Dominion, Top Gun: Maverick
y Doctor Strange en el multiverso de la locura reconcilia
encontrar en la cartelera un título,
menor si se quiere, pero inteligente y que le restituye al cine como entretenimiento la dignidad y el
nivel de madurez intelectual que jamás debería perder. Hoy, por desgracia,
corren otros tiempos.
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