Retrato de una
mujer en llamas: La memoria del amor
Orlando Mora
Poco a poco van encontrando espacio
en la cartelera comercial las películas que se habían quedado atascadas con
ocasión del cierre de las salas en marzo del año pasado. En las últimas semanas
se han estrenado algunos de los títulos salidos del festival de Cannes del 2019
y que normalmente hubieran debido exhibirse en los primeros meses del año
siguiente, entre ellas esta obra de la directora Céline Sciamma.
Si bien el cine anterior de la realizadora
francesa había tenido resonancia y acogida favorable en la crítica
especializada, con Retrato de una mujer en llamas está alcanzando
la audiencia de público que no habían logrado sus tres películas anteriores,
ninguna de las cuales hasta donde recuerdo alcanzó a estrenarse en el país.
Tal vez se justifique empezar por
indagar en las razones que expliquen la mayor aceptación de su cuarta película,
que nada tiene que ver con la calidad, reconocible ya en sus tres trabajos anteriores, muy
especialmente en El nacimiento de los pulpos (2007) y Tomboy
(2011), que formaban con su tercera película una especie de trilogía muy
personal sobre el descubrimiento de las preferencias sexuales en la
adolescencia, con personajes femeninos a los que trataba con una sutileza y un
nivel de sugestión ciertamente admirables.
En Retrato de una mujer en
llamas la directora abandona el universo de las adolescentes y se ocupa de mujeres formadas, sin que varíe o se desplace el
centro de sus preocupaciones, estacionado en la forma como las protagonistas
poco a poco se van conociendo y en ese proceso sienten surgir la atracción
física y un amor que se materializara y que en días terminará derrotado en su
guerra contra el tiempo, superado por las convenciones de la sociedad en la que
viven Marianne y Heloise, aunque siempre les sobrevivirá como recuerdo, como
huella imborrable, lo que se enfatiza con la estructura narrativa de la
película, construida como un largo flash-back.
Céline Sciamma realiza esta vez una
incursión más explícita en el terreno de la sexualidad lésbica que siempre le
ha interesado y tal vez ese carácter más abierto se acompasa de mejor manera con
los espectadores de hoy, inclinados en sus preferencias por obras que reflejen
de manera franca las miradas que sienten como vivas y vigentes. La historia de
este filme y su tratamiento calzan bien con los tiempos que corren, empujando a
su directora a un escalón más alto en cuanto a popularidad.
Lo curioso es que esa actualidad la
consigue Sciamma a partir de una película de época, cuya trama sucede a finales
del siglo XVIII, una ubicación temporal de la que la directora obtiene buena
ganancia, ya que le permite reforzar el clima de opresión en que viven las
protagonistas y de paso eludir los riesgos de una trama con riesgos en cuanto a
su credibilidad.
Vale la pena recordar que la
realizadora siempre ha defendido su vocación de guionista, tal como acaba de
suceder en el reciente festival de Cannes en el que apareció con ese crédito en
la última película de Jacques Audiard. Fue en Cannes justamente donde el guion
de Retrato de una mujer en llamas obtuvo su consagración, en una
decisión del jurado que seguramente valoró la habilidad de su construcción y
las posibilidades que a partir del mismo se abrían para el filme.
La formación y el gusto de
Sciamma por la literatura se descubren en las raíces de un guion en el que hay
que destacar ante todo su carácter literario, en el sentido de que los
supuestos dramáticos y la situación de base en que se apoya lucen más propios de
un texto narrativo escrito, gracias a la mayor libertad que las palabras por su
condición abstracta aportan, sin el realismo tan inmediato que normalmente
demanda la pantalla cinematográfica. Veamos
el punto de partida y así sabremos mejor de qué hablamos: una mujer a la que su
madre quiere casar con un desconocido en Milán, que exige un dibujo fiel de
ella para confirmar la decisión, con lo cual de la finalización del cuadro
depende su destino, en un matrimonio no deseado y que llevó a su hermana,
víctima anterior de esa condena, a un suicidio de rechazo.
La película posee una
arquitectura en dos grandes bloques, el primero mientras Marianne observa a
Heloise con atención para captar detalles y poder pintar un retrato que al
final termina fallido, y el segundo a partir del conocimiento y la atracción
profunda que surge entre las dos mujeres y que lleva a que al fin se concluya
el nuevo cuadro que marcará, al mismo tiempo, el fin de la relación entre las
dos mujeres.
La realizadora francesa trabaja
con planos largos y un encuadre en el que aparece visible en la primera parte
de la obra el recuerdo de Persona de Ingmar Bergman, con una
sobreposición de las figuras de las dos protagonistas, muy diferentes a los
encuadres de las escenas con la madre; la iluminación con luz natural crea un
clima especial al espacio único en el transcurre la acción, un universo cerrado
en el que las figuras masculinas son apenas episódicas.
En la segunda parte se da un
cambio en el tipo de representación que se propone, como si una vez nacido el
amor entre las dos protagonistas hubiera que volver a ciertas raíces
románticas, con apariciones fantasmales que solo pueden leerse como fruto del
predominio de lo subjetivo, en un claro contraste con el registro seco y
objetivo de la primera parte. En ese sentido la escena de cierre, tocada de un
dramatismo que desdice de la contención y la discreción habituales en el cine
de la directora, parece corresponder al énfasis romántico que ella ha querido
colocar en esa segunda parte.
Céline Sciamma nos recuerda que
el amor es fugaz y esa fugacidad en este caso se acentúa por unas
circunstancias de vida que negaban a las mujeres el derecho a decidir por ellas
mismas sobre su futuro. Sin embargo, la memoria del amor sobrevivirá como parte
de un pasado que fue alguna vez mágico y liberador.
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