Todos los
muertos: Los rastros del pasado
Orlando Mora
De las varias funciones que
cumplen los festivales de cine tal vez la más útil sea la de otorgar
visibilidad a películas de cinematografías periféricas, provenientes de países que
no disponen de grandes presupuestos para invertir en publicidad. La sola
inclusión de un título en alguna sección oficial de un festival mayor otorga
una especie de aval de garantía, suficiente para facilitar su distribución y
que pueda llegar al público que se interesa en el llamado cine de autor.
Si el filme brasilero Todos
los muertos aparece en la plataforma de streaming Mubi desde la semana
pasada, ello se debe a su participación en la competencia oficial de la
Berlinale del 2020 y en Horizontes Latinos del festival de San Sebastián
del mismo año. Sin esos reconocimientos la película se hubiera perdido en las
mismas sombras en que permanecen los más de cien títulos que ese país realiza
cada año.
Debo confesar que desconozco la
totalidad de la filmografía de los directores Caetano Gotardo y Marco Dutra,
con la excepción de Trabajar cansa que el último realizó en el 2011. En
esa medida no dispongo de una perspectiva amplia que permita ubicar la obra en
un mejor contexto, entendiendo lo que
pueda representar como avance o retroceso en la filmografía de los
coautores, quienes firman igualmente como guionistas.
Lo primero que habría que decir
de Todos los muertos es que se trata de una película inteligente, un
calificativo infrecuente a la hora de valorar una obra cinematográfica, pero
que por esta vez sirve para dar relevancia al aspecto que más nos interesa del filme.
Gotardo y Dutra han perfilado un trabajo que evade los lugares comunes y evita el
tono de presunta reivindicación que lastra buena parte de los filmes que se
ocupan de temas como el que nos proponen los brasileros.
La idea central
de los directores es plantear una especie de conversación entre el presente y
el pasado de su país, trazando líneas que apuntan a la existencia de vasos
comunicantes entre lo que se vive hoy y lo que se vivió a finales del siglo
XIX. Solo que su aproximación no parte de conclusiones construidas previamente
y que quieran validarse o ilustrarse con el argumento; en su lugar Gotardo y
Dutra optan por un camino de más riesgo, sin ofrecer respuestas y dejando en la
conciencia del espectador la inquietud de que hay algo sin resolver en las
relaciones entre el Brasil de ayer y el Brasil de hoy, un rastro lejano de
tradiciones que no han desaparecido, pero que tampoco se asumen a plenitud.
La
película se inicia con una escena en la que una anciana negra prepara café,
sirve la mesa y luego entona un canto que evidentemente tiene que ver con sus
ancestros. En un salto por fundido se pasa a la historia que se desarrolla en
tres momentos de los años de 1899 y 1900, apenas a una década de la abolición
de la esclavitud en Brasil: el día de la independencia en septiembre de 1989,
el día de los muertos en noviembre del mismo año y el carnaval en 1900. La
acción transcurre en Sao Paulo, en la casa en que reside hace cinco años una
familia de terratenientes que ha perdido su riqueza y que vive anclada en el
pasado, afectada por la ausencia de cosas que definitivamente no regresarán.
Este
esbozo de sinopsis pudiera generar la impresión de que se trata de una película
con objetivos y maneras de reconstrucción histórica. Nada más equivocado: Todos
los muertos pretende otra cosa y utiliza recursos retóricos diferentes, con
los que apunta a dejar flotando la pregunta acerca de cuánto queda del Brasil
de antes en el Brasil de hoy, para lo cual se mezclan sin transiciones los dos
espacios y los dos tiempos, en una provocativa ruptura narrativa que se
extiende igualmente a la música.
El
acercamiento de Gotardo y Dutra al asunto nos ha hecho recordar a Pedro
Páramo, la ya clásica novela del mexicano Juan Rulfo, en cuanto exploración
del pasado a partir del diálogo con los fantasmas que habitaron ese ayer. Si
bien de los protagonistas Ana es la más atada al pasado y falta de energías
para insertarse en un mundo nuevo, los demás personajes también poseen una consistencia
más fantasmal que real, como si fueran meras apariciones de un tiempo ido.
En ese
ayer ahora tan distante los esclavos negros ocuparon como sirvientes un lugar
que ahora la familia extraña y que torna la vida como algo casi imposible de sobrellevar.
De ahí el intento de volver a prácticas rituales de antes en busca del
equilibrio que ya no existe y que conduce a Ana, tal vez el personaje más
sugestivo de la película, a rozar la demencia en su apego enfermizo al pasado. Su pasión por enterrar cosas encubre al deseo
de esconder lo que niegue o amenace ese mundo de antes, que para ella sigue
siendo presente, con un celo que alcanza lo demencial, tal como lo deja ver su cruel
y original desenlace.
Imposible
saber en los casos en que se acredita una codirección como ocurre en Todos
los muertos el papel que cada uno de los realizadores ha jugado, algo que
solo una entrevista especializada conseguiría despejar. En esta ocasión la curiosidad
se vuelve llamativa porque hay escenas con un nivel de resolución formal
claramente por encima de otras. En nuestro caso personal nos parece que los
minutos finales, a partir de la muerte de la madre, poseen una fuerza expresiva
y una elaboración visual superiores, en una película de verdad recomendable y
que por fortuna ahora, en este mal menor que es el streaming, podemos conocer.
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