Un abrazo de tres
minutos: Lo que dura un instante
Orlando Mora
Decir que Everardo González es una de las voces más
personales y potentes del cine documental latinoamericano es ahora una
obviedad. Con La canción del pulque en el año 2003 el mexicano dio
inicio a una carrera que se afianza con
cada nuevo título, ganando en inventiva y asumiendo riesgos creativos que resuelve con pulso firme.
Luego del demoledor documento que construyó en el 2017 con La libertad del diablo, González tiene ahora una obra de 27 minutos producida para
Netflix y que puede verse en esa plataforma desde el pasado mes de noviembre.
Se trata de un trabajo de una precisión y un control que van a la par con la
intensidad dramática del hecho que registra.
Empezando por lo último, digamos que el 12 de mayo del 2018 y
bajo la organización de una ONG, las autoridades norteamericanas abrieron la frontera entre El Paso, Texas y
Ciudad Juárez para que miembros de familias centroamericanas, separadas durante
muchos años, pudieran encontrarse por algunos minutos. El evento duró apenas
unas horas, y su grabación obligaba a una operación de producción de una
exactitud quirúrgica.
Lo primero que sorprende al ver Un abrazo de tres minutos es la semejanza en rigor y forma con el
resto de la filmografía del director, lo que lleva a superar la prevención de que esta vez las cosas se fueran a parecer
más a la marca Netflix que a lo que ha sido la obra de González, quien por lo
visto ha disfrutado de la libertad suficiente para plantear una propuesta
enteramente personal.
El cine documental, contra lo que se pudiera pensar de forma
equivocada, requiere necesariamente de una estructura narrativa y acá viene uno de los mejores valores de la
nueva pieza del mexicano. La obra discurre entre un principio y un final,
marcados sin necesidad de una voz en off que dé cuenta de ellos, y solo con el
uso de largas tomas áreas que introducen
al espectador en el espacio en que sucederá la acción.
Hay relato, hay progresión en Un abrazo de tres minutos, con un sentido del ritmo simplemente
admirable. Mientras la cámara capta morosamente desde la altura la geografía
del punto de encuentro, se escuchan conversaciones telefónicas con las voces
emocionadas de las personas que se preparan para el gran acontecimiento. Lo que
sigue es el registro de los protagonistas que van apareciendo poco a poco, de blanco los
que están en México, de azul los que están en los Estados Unidos, a la manera
de miembros de equipos deportivos que se preparan para una confrontación.
Everardo González no solo enseña cómo se cuenta un hecho,
sino que brinda una lección sobre el respeto en su tratamiento, sin espacio para la
sobreexplotación emocional, con una planificación que hace de la distancia el
fundamento de su estética y de su ética. A medida que avanza el documental uno
se pregunta sobre la forma como el director resolverá el instante del encuentro y acá surge
quizás lo mejor de la obra del mexicano
y es el hallazgo del ritmo, tanto el
interno de las tomas como el
exterior del montaje.
Los tres minutos del abrazo se vuelven diez de narración, con
una temporización que termina en fluidez, capaz de recoger lo breve y lo
emotivo del encuentro de seres humanos que sufren el drama de la incomunicación familiar. Por unos
instantes la felicidad del encuentro
y luego el desgarramiento de la nueva
separación, con una banda sonora que alterna con criterio el silencio y la
música de Wim Mertens.
Corren hoy tiempos de corrección política y los discursos a
la moda propician el lugar común y las
declaraciones y gestos supuestamente progresistas. Un abrazo de tres minutos escoge la vía del rigor y no luce
descaminado imaginar que con el paso de los años, el trabajo de Everardo
González se conservará como uno de los testimonios más intensos sobre lo que
fue el drama de las familias rotas,
víctimas de la irracionalidad de políticas frente a las cuales solo caben la vergüenza y la rabia.
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