Nuestra hermana
pequeña: La vida en familia
Orlando Mora
Hace años que el director Hirozaku Kore-eda ha hecho de la
familia el tema recurrente de su carrera cinematográfica. En obras de alcances
y pretensiones diferentes se ocupa de mostrar aspectos diferentes de una
institución que tiene en la tradición de la sociedad japonesa un peso que por
momentos supera nuestro horizonte, más próximo a la mirada crítica acerca de la
disolución de la vida en familia.
De entrada la fidelidad a esa preocupación central ha vuelto
reiterada y casi un lugar común la referencia al cine de Yasujiro Ozu, el gran
maestro del cine clásico de su país. Ozu supo adentrarse como nadie en lo que
sucedía en el espacio familiar de la casa, una vez se traspasaba la puerta de
entrada y los personajes se despojaban de los zapatos, gesto que marca en esa
cultura un propósito de preservación de lo íntimo de inocultable valor.
La brisa que agita la influencia de Ozu en Kore-Eda parece
tornarse cada vez más fuerte y Nuestra hermana pequeña se mueve
claramente en esa dirección. Si bien el origen de la historia inspirada en un
manga japonés algo puede tener que ver con el esquematismo deliberado de los
personajes, también es cierto que el deseo de poner en sordina los dramas y
evitar el énfasis es una de las herencias más fructíferas dejadas por el autor de Cuentos de Tokio.
En la película de Kore-Eda tres hermanas viven en familia,
creando unos lazos de afecto que nacen de actos estrictamente cotidianos como
el aseo de la casa, la preparación de la
comida, la atención del jardín. Esa vida familiar la han debido construir a partir de un hecho que gravita como capital
en el filme y es el abandono de los padres, seguramente el asunto más relevante
en la filmografía del director.
Cuánto de culpa, cuánto de remordimiento puede caber en esos
padres que un día se fueron y que sobreviven lejanos en la memoria de esas tres
mujeres, decididas a conservar la
familia que otros casi destruyen. No extraña por eso que el pasaje más intenso
de Nuestra hermana pequeña aparezca
en el momento del regreso de la madre, un personaje que lleva en el rostro el
peso de las muchas heridas con que vuelve, las que no la pondrán a resguardo de
los reclamos.
La llegada a la casa de una media hermana, conocida con
ocasión del fallecimiento del padre ausente, es el pretexto para acercarse a la
interioridad de esta vida en familia. El tiempo pasa, las estaciones se
suceden, los cerezos vuelven a florecer, la muerte asoma y, sin embargo, la
vida continúa, la vida cotidiana llena de sinuosidades y meandros. Hirozaku
Kore-Eda la retrata con la perfección y la simplicidad de un auténtico maestro,
en un trabajo que merece verse y amarse.
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