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Días perfectos: Las jornadas del samurái

Orlando Mora

A quienes crecimos en la cinefilia de  comienzos de la década del sesenta no nos abandona el recuerdo de unos años coronados por una pléyade de maestros que hoy todavía añoramos. Los festivales de primera categoría como Cannes y Venecia anunciaban cada año  los trofeos para directores que marcaban el presente y el futuro inmediato del cine. Figuras como Federico Fellini, Ingmar Bergman, Akira Kurosawa, Roberto Rossellini o Luis Buñuel eran estrellas de ese firmamento.

En los días  que corren y en medio de las brumas de la Posmodernidad esos referentes se han eclipsado y han sido sustituidos por autores con una influencia más gaseosa y difusa. Eso explica que los realizadores jóvenes se formen bajo luces muy dispares y en veces paladinamente contradictorias. Por lo menos bajo la mirada de mi generación es imposible entender cómo se pueden revindicar a un tiempo conexiones inspiradoras de autores tan dispares como Apichatpong Weerasethakul, Won-Kar Wai y Quentin Tarantino, por ejemplo.

Esta digresión con destellos de nostalgia para mencionar que continúa en cartelera  la última película de uno de los directores contemporáneos con méritos para pertenecer a  esa categoría hoy casi desierta de maestros. Se trata de Días perfectos y su director es Wim Wenders, un alemán con una filmografía cercana a los cuarenta títulos entre ficciones y documentales, incluyendo esa obra cumbre que es París- Texas de 1984.

En las declaraciones que he leído del realizador en torno a Días perfectos no he encontrado el reconocimiento a algo que como espectador siento y es la vinculación radical de este filme  con el documental Tokio- Ga que Wenders realizó en 1984, a veinte años de la muerte de la figura máxima del cine japonés Yasujiro Ozu. Al inicio de ese trabajo el alemán declara su admiración irrestricta por las creaciones del maestro y afirma que llegó a filmar esa especie de diario de viaje  porque quería saber cuánto del mundo que reflejaba la obra de Ozu todavía sobrevivía.

Días perfectos parece una nueva incursión del alemán en el Japón, aunque ahora sin dudas de que el universo social y humano que alimentó el cine de Ozu  ya no existe, pero a partir de esa convicción Wenders en asocio con su coguionistaTakuma Takasaki  crean un personaje tan anacrónico y tan fuera de tiempo como lo sería  hoy en día un samurái. Hirayama, nombre tomado del protagonista de la última película de Ozu, es un hombre de edad madura y que ejerce uno de los oficios más humildes imaginables, encargado de asear los modernos y muy estéticos baños públicos de la ciudad de Tokio.

El asunto es que Hirayama desempeña ese trabajo como parte de una rutina personal ejemplar que la película describe con minuciosidad, repitiendo una serie de actos que van desde despertarse cada mañana con el ruido de la vecina que barre la calle, prosigue con  el aseo personal y luego salir, siempre previa una mirada al cielo, a ejercer su tarea con una dedicación sin par, utilizando incluso herramientas propias y con un esmero que llama la atención.

Wenders construye un personaje que pertenece por entero al universo de la ficción, un ser humano tan a contracorriente de lo actual que despierta de entrada la simpatía del espectador, al identificar en Hirayama rasgos ahora totalmente desaparecidos en la sociedad líquida de que habla Zygmunt Bauman. Su pertenencia al ayer se refuerza  cuando vemos que escucha música todavía en casetes, con grupos e intérpretes de la década del sesenta, habla poco y lee autores como William Faulkner y Patricia Highsmith.

Lo admirable es que a ese personaje tan de ficción el director le da un tratamiento  documental, captando su cotidianidad con todo rigor y objetividad. Sin embargo, Wenders entiende que Hirayama no podía sostenerse en un plano ideal y por eso en la segunda parte, luego de la visita de la sobrina, brinda señales discretas para que el público entienda que detrás de ese hombre hay un pasado y que arrastra heridas que la película calla, pero no ignora.  

A sus setenta y nueve años de edad Wim Wenders nos conmueve con este hermoso canto de celebración de la vida, dejando ver la maestría de su oficio y las dotes para construir un vigoroso universo visual, con una fotografía a colores bellamente filtrada. Su escena de cierre es simplemente memorable, llamada a permanecer como otro de esos momentos  que los buenos espectadores nunca podrán borrar.

 

 

 

 

 

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