Alcarrás: La última cosecha
Orlando Mora
Se inicia el 2023 con el estreno comercial de uno de los
títulos llamado a integrar la lista de lo mejor del presente año. Se trata de
la película española Alcarrás,
ganadora del Oso de Oro en el festival de Berlín en el 2022 y una de las
grandes favoritas a los Goyas que se entregarán el próximo día 11 de febrero.
Su autora, Carla Simón, es en criterio de muchos una de las voces más
prometedoras del cine español, el que por ventura hoy descansa sobre el aporte de un grupo de
mujeres que desde sus óperas primas traslucen una calidad que entusiasma. Lo
había hecho Simón con Verano del 93 y
luego Pilar Palomero con Las niñas,
Clara Roquet con Libertad y Alauda
Ruiz de Azúa con Cinco lobitos.
La catalana Carla Simón con Verano del 93 nos había entregado una
obra trabajada a partir de sus propios recuerdos, en una reconstrucción que no
se agotaba en lo puramente narrativo y que abría perspectivas que iban mucho
más allá de lo autobiográfico. Con Alcarrás
el punto de partida es también personal, en cuanto la directora regresa a un
mundo que conoció de niña y del que se
había alejado por largos años, pero al que decidió volver para entrar en contacto con los personajes y
los paisajes del lugar, origen del guion elaborado junto a Arnau Vilaró.
Esta circunstancia resulta
relevante porque define el eje de la
aproximación de la directora a la historia, marcado por la distancia que toma
frente a ella para contarla con la perspectiva de un tercero, y también en la
significación que cobran en el filme el tiempo y la cuestión generacional. No
existe subjetividad en el relato y la materia narrada recoge los cambios que
traen los años en la situación de una familia
y la forma como sus miembros afrontan las nuevas situaciones.
Una breve sinopsis tal vez
convenga para mayor claridad de lo que
decimos. La película se ocupa en contar la última cosecha de una familia
dedicada por años al cultivo de melocotones en una tierra que el abuelo
adquirió, pero que nunca documentó porque en ese tiempo los acuerdos se hacían
de palabra. El propietario por escritura de los terrenos ha decidido darle al
suelo un uso más rentable, cediéndola a una empresa que arrasará con los sembradíos
para instalar paneles de energía solar.
Alcarrás se abre con una preciosa escena en la que unos niños juegan en el interior de
un carro desvencijado, imaginando que se
trata de una nave. De pronto sus miradas se detienen y se quedan observando
algo que en ese momento no se muestra al espectador. Un poco más adelante se
verá que se trata de la llegada de una primera grúa que iniciará la labor de
arrasamiento, comenzando con el carro en el que se encontraban los niños. Si se
dijera que al final Alcarrás se ocupa
de los cambios inevitables que el tiempo impone y de las pérdidas que naturalmente
trae, bien pudiera pensarse que esta escena en que los niños son privados de un
primer juguete es como el anticipo de la idea central que dinamiza el filme.
La familia Solé se quedará sin sembrar
y cosechar la tierra, única actividad
que ha realizado y que sabe y quiere realizar. La película con inteligencia elude
resolver la incertidumbre acerca de lo
que vaya a seguir en el futuro y prefiere mostrar la manera como la unidad del grupo familiar se
fracturará ante la determinación de uno de sus miembros de colaborar con la
nueva empresa, en una decisión que otros miran como una traición.
El conflicto entre los que se
resisten y los que buscan el acomodo a los nuevos tiempos sirve a Carla Simón y
a su coguionista para concebir un
personaje que dentro de la pluralidad y coralidad de la película desempeña un
rol trascendente y es el de Roger, el hijo joven en el que vemos la
contradicción entre el apoyo y la solidaridad con el padre y a la vez la
incomodidad que siente con una situación que no se ajusta a lo que interiormente
desea, en una disociación que da cuenta de la ruptura generacional que de
manera clara plantea Alcarrás.
Rodada en medio de la luminosidad
del final del verano y con el invaluable aporte de la directora de fotografía Daniela Cajías, la
belleza del paisaje se convierte en un plausible marco que contrasta con la gravedad del drama que vive la familia.
Porque una de las mayores virtudes de Alcarrás es la de no romantizar el
campo, dejando ver su belleza y su
encanto, pero sin caer en el gesto demagógico de mostrarlo como superior al
destino siguiente que tendrán esas tierras, con lo cual lo social se introduce
sin cargar las tintas y sin un discurso añadido, visibilizando apenas el
conflicto de una agricultura individual y sus relaciones con las cadenas
mayoristas.
Carla Simón no juzga, observa y Alcarrás es una película de miradas. La
cámara mira a los personajes y éstos también miran, sin hacer siempre el plano subjetivo
para que el espectador sepa qué es lo mirado, con lo cual se introduce una
pausa que conviene y opera como un cierto distanciamiento que detiene el relato
y evita su desbordamiento torrencial, conservando un tono contenido y mesurado
en medio de la nostalgia crepuscular del relato sobre un mundo a punto de desaparecer.
Si en un párrafo anterior destacamos la escena
inicial, iguales aplausos merecen por lo menos dos más en particular: el paseo
nocturno del abuelo como extraviado por esas tierras que fueron su vida y la
final, cuando la cámara va de un rostro a otro de los miembros de la familia
que observan algo y que a continuación sabremos es el inicio de la destrucción de los
sembrados por parte de los tractores. El abrazo silencioso de abuelo y nieto brinda
un emotivo cierre a la obra entrañable y
melancólica de Carla Simón.
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