Basada
en hechos reales: Las fronteras del cine
Orlando Mora
Se ha dicho siempre, con razón, que una película debe
juzgarse y valorarse con independencia de la obra literaria en que se apoya.
Obran muchos argumentos en favor de ese
predicamento, que busca defender la
autonomía de unos territorios lingüísticos y expresivos que en principio no
tienen por qué condicionarse.
La validez de ese supuesto crítico debe ceder en el caso de Basada en hechos reales, el filme de Román Polanski que acaba de estrenarse en el
país. En esta ocasión, por desgracia, la obra cinematográfica resulta
empobrecida y casi de imposible lectura sin la referencia de que ella se apoya
en la novela homónima de la francesa Delphine de Vigan.
La presencia en los créditos como responsables de la
adaptación y el guion del propio Polanski y del sagaz crítico y cineasta
Olivier Assayas torna impensable el cargo de impericia profesional o falta de
talento. Tal vez sea mejor admitir que
el juego que propone la novela resulta inabordable para el cine y traspasa unas
fronteras que todavía no se derrumban, a pesar de esfuerzos que se remontan a
los tiempos de El perro andaluz (1929)
de Luis Buñuel.
El texto literario de Delphine de Vigan parte de su propia
experiencia personal y a partir de ella explora las conexiones que median entre
la realidad y la ficción. En Nada se
opone a la noche, su muy exitosa novela anterior, la autora había indagado con todo detalle en el hecho
trágico del suicidio de su madre, convirtiendo
en material literario el drama familiar.
Ese antecedente resulta clave para entender el sentido del
personaje de la película, una escritora que también se llama Delphine y que
debe lidiar con la carga del éxito y con los reproches de unas cartas anónimas
que la culpan por un triunfo logrado al precio de volver públicos asuntos
personales. Su crisis de inmovilidad y la sequía creativa que la acosan tienen
que ver con esos dos hechos, que el lector de la novela sabe, pero que escapan
al conocimiento del espectador de cine.
Privada de esa connotación original, la historia palidece y
queda reducida a material de desecho, cuya gratuidad salta a la vista y explica el desencanto con que el público y la
crítica han recibido la película. El
director y su guionista se han estrellado al no conseguir lo que de entrada
parecía una desmesura y era hacer entrar en un juego a alguien que desconoce
las reglas del mismo.
El cine es un arte ontológicamente realista y en esa clave lee
el espectador lo que se proyecta en la pantalla. Por eso asume que las cartas que recibe Delphine son
ciertas, que la joven que la acosa y vampiriza existe y que el secuestro físico
es verídico, con lo cual el final se vuelve poco menos que absurdo.
Las fronteras del cine siguen estando muy apegadas a la realidad,
sin las posibilidades de abstracción que la palabra ofrece. Trastocar en
fantasmas de una escritora lo que hemos visto a lo largo de casi dos horas es
una operación difícil de asumir. La enorme capacidad de Roman Polanski para
rodar y crear atmósferas no alcanza para superar el reto imposible de trasladar
al cine un juego literario.
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