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El pacto de Adriana: Las sombras del pasado
Orlando Mora

El Museo de Arte de Medellín (MAM), convertido en uno de los espacios más gratos de la ciudad para ver buen cine, está presentando  por estos días El pacto de Adriana. Se trata de un estreno inusual en varios sentidos: película chilena, opera prima y además documental, condiciones que hablan a las claras de los riesgos que sus programadores están tomando y que como espectadores  debemos aplaudir.
En apariencia El pacto de Adriana pertenece a una línea muy visitada por el documentalismo actual de obras en primera persona y que se ocupan de temas familiares, lo que de entrada brinda la facilidad del conocimiento directo de los protagonistas y del acceso a materiales que pudieran estar vedados o silenciados a un tercero.
Si bien la película de Lissette Orozco parte de allí, en el proceso de su elaboración las fronteras se fueron explayando y el resultado final  está más allá  de lo que probablemente fueron las primeras intenciones.  Más que de su familia, que evidentemente está en el centro, lo que al final importa es la reflexión sobre la memoria y los efectos del paso del tiempo sobre los seres humanos y los hechos de la Historia, vistos desde la perspectiva de la directora como un personaje más del relato documental.
El plano inicial del filme brinda una clave para entender la dinámica de El pacto de Adriana. En él asistimos al esfuerzo de Lissette por comunicarse vía Skype desde Chile con su tía en Australia. Una comunicación cortada, que anticipa una de las líneas de evolución de la película, que transitará por momentos tensos y que terminará en el distanciamiento de las dos mujeres.
Vista bajo la perspectiva anterior, la película plantea uno de los primeros problemas éticos que los directores de  documentales de familia deben resolver. ¿Cuál es el pacto posible entre los deberes de lealtad y solidaridad al círculo familiar  y la  obligación de artista de no retroceder ante la gravedad de los posibles hallazgos que la búsqueda emprendida deje?.
Para la joven Lissette Orozco la tía Chany fue desde niña una presencia cálida, entrañable. Era la tía que vivía lejos, que había visitado países y conocido mundo, que hablaba inglés y que periódicamente aparecía por Chile cargada de regalos. Esa imagen dulce se quiebra en la memoria de la directora cuando en el año 2007 la tía Chany es detenida en el aeropuerto de Santiago y se hace público que se le investiga como funcionaria de la policía secreta de Agusto Pinochet, la macabra DINA, en la que había trabajado entre 1973 y 1977.
Lo que siguió entonces fue  la perplejidad de Orozco, que comenzó a reunir materiales sobre la tía, todavía sin una idea clara de lo que haría en el futuro: videos caseros, entrevistas con su madre y su abuela, diálogos por Skype con la tía Adriana. La niña de antes, ahora una joven estudiante de cine documental, queda atrapada entre el amor a la tía y los cargos contra Adriana Rivas como responsable de torturas y asesinato.
La directora evita el papel de juez, lo suyo es el esfuerzo por tratar de encontrar la verdad, que tropieza ante todo con las sombras de los más de treinta años transcurridos desde los tiempos de la  DINA, lo que la obliga a enfrentarse al pasado y ver lo que queda de él en el presente. Por eso asiste y registra manifestaciones de fieles pinochetistas y también de víctimas que demandan justicia.
La juventud de Lissette Orozco otorga un sentido especial a la obra, ya que el suyo se transforma en un auténtico testimonio generacional, digno de valorarse y entenderse. El desmedido sentimiento de presente que hoy domina el mundo tiende a transformar  en lejanos hechos demasiado cercanos y dolorosos, haciendo que el olvido se convierta en una amenaza real.
Al final la memoria será siempre frágil, igual que sucede con la abuela de la directora que ya nada recuerda. La película es la lucha en primera persona de Lissette Orozco por hallar las raíces de una verdad esquiva y sobre la cual es difícil precisar  los  pactos de silencio o  sinceridad que la encubren.
 

 


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