Vidas pasadas: Lo que
pudimos ser
Orlando Mora
En un hermoso plano fijo y por
momentos congelado tres personas beben de noche en la barra de un bar: un
hombre y una mujer coreanos y un americano. Unas voces de terceros que no vemos
especulan acerca de quiénes serán ellos, si dos y cuáles serán pareja y qué
papel jugará el tercero. Así empieza la película Vidas pasadas, una de las más gratas sorpresas que nos deparará la
cartelera comercial del año 2024.
Lo primero que llama la atención
al terminarse el visionado de esta obra y en presencia de su calidad es que se
trate de una opera prima. La curiosidad por enterarse de los antecedentes de Céline
Song permite saber que si bien la realizadora es una debutante en el cine, sus
antecedentes de guionista y autora teatral son suficientes para explicar la
reposada madurez de las aguas por las que navega este íntimo y amable filme.
Y no se trata de que estemos en
presencia de un trabajo perfecto; por el contrario, pienso que son visibles algunas flaquezas, pero ellas no desquician la
arquitectura de la obra ni empañan los
merecimientos de una pieza que toca fibras emocionales del espectador en un registro
a la vez controlado y profundo.
El inicio de la película al que antes
hemos hecho referencia funciona a la manera de un interrogante que se despejará
poco a poco, con una estructura dramática circular, ya que unos veinte minutos
antes del final se regresará al plano de
apertura, finalizando el largo flash-back y dando paso al desenlace en un tiempo
de presente cinematográfico.
El argumento de Vidas pasadas es fácil de resumir: la
pareja que coreanos que hemos visto al principio se conocieron de niños, fueron compañeros de
colegio y desde esa época se despertó una atracción que se ha conservado; solo
que los padres de Na Young decidieron emigrar a Canadá y desde ese entonces
dejaron de verse. La escena en el bar hace parte del reencuentro, cuando
veinticuatro años más tarde él va de vacaciones a Nueva York, donde la mujer
vive ahora con su esposo.
El filme de Céline Song se articula
en tres tiempos: el de la niñez, el del contacto
de los jóvenes por medio de Facebook y el último en que los dos vuelven a verse
por única vez. Cada uno de esos tiempos está distanciado por doce años, con una
linealidad que sirve a la sencillez de la película y al registro de drama
romántico que se observa a primera
vista.
Pero lo que importa en la obra de
Song es lo que de fondo la directora y guionista desliza en su argumento,
incorporando asuntos trascendentes de la vida de cualquier ser humano, puestos
con la transparencia que permite el
hecho de que Na Young y su marido norteamericano sean escritores, personas en
esa medida de un mayor nivel de lucidez.
Todo hombre a cada momento se ve
obligado a tomar decisiones y ellas
suponen elegir un solo camino y desechar todos los demás, con lo cual detrás de
cada opción se descartan muchas otras,
sin que podamos saber a dónde ellas nos hubieran conducido. Se nace múltiple y
se termina uno, creo recordar a la distancia que escribió alguna vez Paul
Valery.
De eso habla Hae Sung cuando en la ya citada escena del bar se pregunta
qué habría pasado si Na no hubiera emigrado, si él hubiera ido antes a Nueva
York cuando conversaban por internet, si se habrían casado, si estarían todavía
juntos, interrogantes que ya no tendrán respuesta, en una vida que al final siempre
termina siendo menos luminosa de lo que
cada uno soñó, pero con la cual en definitiva hay que reconciliarse, como bien se
dice en la espléndida escena de Na Young con su esposo en la alcoba.
Si a Vidas pasadas se le pueden objetar cierta simplificación en su
estructura de tiempo, la insistencia en los flash backs para volver a la escena
de los protagonistas cuando jugaban en el parque, o el simbolismo obvio del
plano en que los niños se separan tomando caminos diferentes, esos lunares no
anulan la profundidad serena que el filme adquiere a partir del instante del
reencuentro de Na Young y Hae Sung en Nueva York, de lejos la mejor parte de la película por la forma como se matizan
los personajes, con un desenlace que conjuga intensidad y lucidez. La directora
hace un empleo fructífero de los planos largos y despliega un admirable buen gusto
en la composición, con diálogos muy finos y un trabajo de actores en los que resulta fácil reconocer la
experiencia teatral de la coreana.
Es evidente que Céline Song tiene
cosas que decir y demuestra en esta incursión inicial que sabe decirlas también en
cine. Seguirán seguramente otros títulos en un futuro que se anuncia promisorio
a la luz del éxito que le ha traído esta primera y entrañable película.
Como siempre, la mirada lúcida de Orlando nos señala los valores y defectos de una película. No me lo pierdo.
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