Ana Rosa: La mujer que no fue
Orlando Mora
Hace muchos años que el
documental representa una parte importante del conjunto del cine mundial. Si
bien durante largo tiempo permaneció en la sombra y condenado a una exhibición
completamente marginal, en el presente siglo esa condición ha mejorado y hoy
algunos alcanzan a llegar a salas comerciales, resultado en el que mucho han
tenido tienen ver directores como Michael Moore con su popularidad y su Palma
de Oro en Cannes en el 2004 por Fahrenheit
9/11.
Sin poder responder por cifras o
porcentajes exactos, tengo la sensación que en el cine colombiano actual el
documental ocupa en cantidad un espacio altamente significativo y que para muchos directores jóvenes se
constituye en una opción atractiva para acercarse a una realidad tan compleja
como la nuestra, sumida en trances sociales,
políticos y humanos que invitan a su registro y análisis.
Este año 2023 se abre en este campo
con el estreno de Ana Rosa, un
documental con guion y dirección de Catalina Villar, una mujer con un largo camino
transitado en este tipo de cine, con un recorrido que incluye no solo
realización sino también producción y docencia. Por desgracia debo confesar que no
he visto sus películas anteriores, lo que me obliga a enfrentarme a este
trabajo sin las referencias que tanto
ayudan cuando se trata de obras de verdaderos autores.
Ana Rosa es un documental en primera persona, dado que Catalina
como directora es la que lleva el relato, narrado por ella misma y con una
presencia casi permanente en cámara. Solo que esta vez no se trata de evocar recuerdos o compartir experiencias frente a lugares, gentes
y situaciones, sino de aproximarse a una persona que no conoció y por la que
indaga sin mayores apoyos, en un tipo de búsqueda que me hizo recordar La imagen que falta del camboyano Rith
Panh de 2013, en cuanto esfuerzo por descubrir un pasado del que no han quedado
rastros.
En el inicio Catalina cuenta que
la muerte de sus padres la trajo de vuelta a Bogotá para desocupar la casa en
que vivían y luego de treinta y ocho
años de haberse marchado del país. En ese momento y en el fondo del último
cajón de un mueble encontró la tarjeta de identidad de Ana Rosa, su abuela
paterna y de la que poco o nada había escuchado. Lo único que se mencionaba era que le habían efectuado una lobotomía, lo
que despertó el interés de la directora por tratar de saber algo más de esa
abuela, aunque partiendo de un supuesto diferente: a ella no le habían hecho
una lobotomía, había sufrido una lobotomía.
Los hallazgos de la directora en
su búsqueda resultan estremecedores y casi trágicos. Ana Rosa en apariencia era
una muchacha alegre y con algo especial en su interior, como que de joven
tocaba el piano, interpretaba sonatas de Beethoven y era capaz de acompañar fragmentos
de óperas como Las bodas de Fígaro o Don Giovanni. En esa medida el dato de su inquietud por la música juega un papel
fundamental en cuanto permite intuir qué vida y qué espiritualidad podía haber
en una mujer que a esa edad y en esa época tenía tales intereses.
Quién fue de verdad Ana Rosa, qué
quería, cuáles eran sus sueños, esas son las preguntas que se plantea en el
documental la directora, sin alcanzar las respuestas. De esa abuela solo quedan muy
lejanas referencias y la sombra del silencio pertinaz que la envuelve, víctima sin redención de lo que claramente fue un pacto familiar de
olvido y negación.
Sin que se convierta en un
discurso sobrepuesto, Catalina Villar introduce en el documental una cierta
mirada de género, algo lógico si se tiene en cuenta su propia condición de
mujer y que Ana Rosa como personaje fue víctima de una sociedad que asignaba
unos roles de esposa y madre a los que no se podía faltar, haciendo que
cualquier desviación fuera castigada con una crueldad que hoy aterra. Causa
espanto saber que el ochenta y cinco por ciento de las personas que sufrieron en
esa época una lobotomía fueron mujeres y constatar la campana de silencio que
una familia fue capaz de imponer como castigo frente a unos gestos mínimos de
independencia y rebeldía.
El documental en primera persona entraña
un riesgo cuando lo subjetivo se desborda, empantanado en narrar cosas personales
de escasa significación o abiertamente
banales. Catalina lo elude porque conduce su exploración con una perspectiva más amplia, integrando el
caso de Ana Rosa en un marco histórico preciso, con una neurociencia vista entonces
casi como un ejercicio de “carpintería”
y que bien servía a los fines de un control social que tenía en los electroshocks
y en las lobotomías algunos de sus medios más eficaces.
Los instrumentos con los que
trabaja la realizadora su película son los propios y más tradicionales del
documental: entrevistas en un número cercano a las ocho, material de archivo y
tomas de presente que sirven a manera de transiciones en el armado de la obra y que
brindan pausas para que el espectador
tome un respiro frente a la intensidad de lo que está viendo. Digamos que no existe
novedad en cuanto a los recursos (no hay animación, reconstrucciones simuladas,
etc), sino un control soberbio sobre las herramientas empleadas, con una
fotografía de hermosa y sobria composición y un ritmo interno para que la
película fluya de manera natural, contando con la presencia de Catalina como eje de la narración.
Una muestra de la solvencia profesional
de la directora es la forma como abre y cierra su película, en el inicio con
una puesta en escena en que la música se convertirá en símbolo de los sueños no
realizados de Ana Rosa, y el desenlace con la participación de la misma
directora enferma, entrando al quirófano de un hospital y contrastando el
presente de la Clínica Médica con la
barbarie de apenas setenta años atrás, en un final de gran fuerza que alterna planos documentales con música y fundidos a negro, cerrando con una mujer de
espaldas, tal vez una imagen onírica de Ana Rosa, que toca una sonata de
Beethoven, su sonata.
La lectura del comentario de Orlando Mora sobre el documental Ana Rosa da ganas de ver la película.
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