Tully: El otro yo
Orlando Mora
No suena extraño que Tully
se haya lanzado en el Festival de
Sundance de este año, un evento con preferencias marcadas por un cine más
independiente y menos convencional que
el comercial norteamericano que copa las pantallas en todo el mundo. En
Medellín la película se estrenó hace algo más de una semana y solo pasa en dos
salas de la ciudad.
Digamos también que su realizador Jason Reitman no es un
habitual de los festivales mayores, en una coincidencia que habla muy bien de
su labor y que apunta al hecho de que sus filmes no responden al modelo que los
certámenes de primera categoría está
construyendo como paradigma de lo que debe ser una buena película, un cine
desentendido del público y con un sentido casi autista de lo que significa ser
un director.
Reitman nació en Montreal y la pasión por el cine la heredó
de su padre, el eslovaco Iván Reitman. Luego de ejercer funciones de asistente,
en el año del 2005 se dio a conocer con Gracias
por fumar, un título que sembraba entusiastas
expectativas sobre el futuro del director, las cuales se han venido cumpliendo
sin lugar a decepciones.
Juno en el 2011, Amor sin escalas en el 2009, Adultos
jóvenes en el 2011, Hombres, mujeres
y niños en el 2014, en fin, títulos a los que el espectador puede arrimarse
con la certeza de hallar un moderno y
sugestivo trabajo de dirección, puesto en función de guiones con historias que se distinguen por
la inteligencia y sensibilidad de los temas abordados.
Si hubiera que sintetizar en pocas líneas lo mejor de su
cine, tal vez habría que hablar de su capacidad para plantear una línea
dramática principal, la que a pasos se
enriquece, tejiendo una red de derivaciones que tocan sutilmente personajes y
situaciones. Reitman es un director que
explora el movedizo mundo de los
sentimientos, mostrando la eterna inmadurez
con que los seres humanos nos movemos en ese territorio.
En ese sentido hay que destacar que Tully es plenamente coherente con los antecedentes de la
filmografía de Jason Reitman, y de
alguna manera también su película más
arriesgada, por lo menos en cuanto al giro final que se introduce en la trama y
que abre distintas posibilidades de lectura, en una vuelta que parece más propia
de un Roman Polanski, aunque sin la violencia ni los matices oscuros al gusto del
director polaco.
La primera parte de Tully,
casi la tercera parte de su metraje, se dedica a presentarnos a la
protagonista, una mujer que lleva el peso de la lucha cotidiana con sus dos hijos
menores y que espera un tercero, acompañada a distancia por un marido desentendido
y apático. Una Charlize Theron, embarnecida y despojada de todo glamour, encarna
con notable eficacia a esa esposa, a la que la llegada de una joven que se
ocupará del recién nacido en las noches, le supone un liberador alivio.
Tully es el nombre de la joven, dueña de tantas virtudes que
por momentos parece un hada protectora, con lo que guionista y realizador
anticipan algo de lo que nos traerá el sugestivo desenlace. La joven significa una ayuda invaluable para Marlo y
también, poco a poco, una suerte de espejo en el que la protagonista mira su vida presente. De cierta
manera Tully representa los sueños que
tal vez ella misma abrigó también en su juventud y los que poco a poco ha ido dejando en el camino,
sustituidos ahora por una cotidianidad que agobia.
Algunos han visto en esta película una especie de diatriba
contra la maternidad y tal vez no lo sea, a pesar de las apariencias. De un
lado porque ese tipo de discurso de tintas cargadas no cabe en el estilo discreta de Reitman, pero además porque quizás
el proceso de desilusión de Marlo sea el
que la vida finalmente a todos nos impone, en una oscura confrontación de la
que cada quien sale con sus propios heridas.
Jason Reitman es un director a seguir y Tully seguramente una de las mejores películas que nos dejará la
cartelera comercial del 2018.
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