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Sin nadar que perder: Los nuevos desheredados de la tierra

Orlando Mora

 

Hay una mezcla fascinante de presente y pasado con un inocultable tono nostálgico y crepuscular en esta película del escoses David Mackenzie. Ese resultado se consigue gracias a las virtudes de un guion que bucea en la realidad reciente de los Estados Unidos- la crisis de las hipotecas  y la forma como muchos ciudadanos perdieron sus propiedades- y el espacio geográfico donde se ubica la trama en lo más profundo del oeste norteamericano.

Muchos de los textos escritos a propósito de Sin nada que perder aluden a una especie de vaquero moderno, referencia que se explica por la importancia de sus paisajes abiertos, el regreso de las armas como única forma de sobrevivir en un mundo en el que cada uno debe resolver las cosas por su propios medios y muy especialmente por la presencia del personaje de un viejo comisario en vísperas de pasar a retiro.

La epopeya vuelta mito de la conquista del Oeste se transforma en una historia de pérdidas y desheredamientos, en una modernización dominada por la inteligencia del guionista Taylor Sheridan, candidato este año con méritos más que justos al Oscar por mejor guion. No hay calcos prototípicos ni reiteración actualizada de los modelos dramáticos o psicológicos de las películas de vaqueros de los años cuarenta o cincuenta. Es la más cruda realidad la que se cuela por todos los poros de esta película, que habla con gentes de hoy de lo que alguien llamó hace algún tiempo la dictadura del capitalismo.

Ante ese universo  hostil y despiadado Toby Howard convoca a un hermano recién salido de prisión a que asalten bancos para consumar robos de unos pocos miles de dólares, en billetes de baja denominación y destinados a saldar una deuda hipotecaria en que se juega la única propiedad familiar, el futuro de una familia también en días de naufragio. La progresión de esa extraña línea delictiva la sigue  Marcus Hamilton, un comisario un poco racista y a punto de salida, con el que la película consigue establecer una especie de continuidad temporal entre el mundo de hoy y otro mundo que ya no existe.

Una película es tan buena como lo son sus personajes secundarios y acá ese viejo axioma de valoración renueva su validez. Hombres o mujeres que apenas tienen unos pocos segundos en la pantalla y que, sin embargo, poseen fuerza y significado en el conjunto de la obra. Volver a personajes sólidos y no a simples bocetos, narrar con planos largos sin la fragmentación televisa a la moda, olvidarse de la acción por la acción y rescatar su significado moral, en fin, valores perdidos en buena parte del cine del cine de ahora y que por fortuna reaparecen en esta magnífica obra. Mucho más por decir, pero por lo menos no callemos la lección de actuación que nos brinda Jeff Bridges.

 

 

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