María Callas: El crepúsculo de una diva
Orlando Mora
Creo recordar que alguna vez
Jorge Luis Borges hablaba de alguien para quien la ignorancia no guardaba ningún
secreto. De ese grado es mi desconocimiento del mundo de la ópera, del cual lo
ignoro todo y algo más, confesión necesaria antes de entrar a escribir sobre María Callas, el filme de Pablo Larraín
que prosigue en cartelera luego de varias semanas.
A pesar de lo digital, el cine
continúa siendo un arte realista. A la hora de enfrentar cada plano de una
película, el espectador reconoce fragmentos de realidades ya vistas y a partir
de los mismos va construyendo su propia lectura y su propia interpretación. En esa medida, cuanto más se conozca de la
realidad en mención, mayores las posibilidades de entendimiento y placer.
Seguramente un buen aficionado identificará las arias que acá se cantan, sabrá
a qué operas pertenecen y podrá encontrar claves y derivar un gozo al cual soy
completamente ajeno.
Difícil empezar a hablar de este
filme sin destacar que por tercera vez el director se ocupa de un personaje
femenino de notoria vida pública, sin que se sepa si estamos ante preferencias
personales o caprichos del azar y de los
vaivenes de la industria. Primero fue Jackie
sobre Jacqueline Kennedy en el 2016, luego Spencer
sobre la princesa Diana en el 2021 y ahora María
Callas en el 2024.
Mirada desde la perspectiva de
esa especie de trilogía, hay en el último trabajo una forma de aproximación evidentemente diferente, en cuanto en esta
ocasión Larraín avanza menos en una mirada personal y prefiere acercarse a la Callas preservando
el hálito de misterio y las sombras de que siempre estuvo rodeada la existencia
de la extraordinaria soprano.
Las películas que se ocupan de
biografías tienen unos rasgos
diferenciales respecto de los demás géneros. Uno de los cimientos que soporta la comunicación vivencial del
espectador cinematográfico es el pacto de verosimilitud que el cine le propone,
y que tiende a procurar que aquél sienta
que lo que está viendo en la pantalla es real. Ese pacto se quiebra en este
tipo de obras, en especial cuando se trata de grandes personajes del pasado y
respecto de los cuales resulta imposible olvidar que nos encontramos en
presencia de un actor que hace las veces de alguien, lo que de alguna manera
acerca este tipo de cine más a los
criterios de la representación teatral.
Pablo Larraín prefiere en su cine
biográfico ocuparse de momentos muy
precisos de la vida de sus protagonistas, con lo cual evita la dispersión y
consigue mantener el relato dentro de unos cauces tradicionales y de fácil
comprensión. En María Callas,
realmente la película se llama María, el guion se centra en la última
semana de vida de la cantante, cuando refugiada en el apartamento de París,
regalo de su amado Aristóteles Onassis, lucha contra los fantasmas del pasado y
los retos de un futuro que ya prácticamente no existe.
Al igual que acontece con Jackie, la historia se desenvuelve a
partir de la entrevista de un tercero, que en el caso de María dará lugar a una película cuyos episodios se anuncian en claquetas o pizarrones. No obstante sus dos
horas de duración, hay elipsis bruscas que afectan la plenitud de la obra, tal
como sucede con la relación de la Callas con el joven director que la
entrevista, la que apenas se insinúa y sin que el montaje consiga restaurar la
sensación de una continuidad lógica y necesaria.
A la frivolidad de Jacqueline
Kennedy y al desajuste vital de Diana, en María
vemos la tragedia de una mujer marcada por las huellas de una infancia con
heridas y que gracias a su voz alcanzó alturas que la convirtieron en
una diva, aunque con la frustración de una felicidad que parece siempre le fue
esquiva. Por eso las dudas y su deseo de
cantar de nuevo, luego de cuatro años de ausencia, fue el esfuerzo último de una artista fiel a su vocación y para quien, como ella misma lo dice, no
había vida fuera del escenario. Solo que el tiempo es implacable y el médico se
lo comunica con la crueldad de las verdades crueles: “su voz ya esté en el
cielo y en un millón de discos, su voz no regresará”.
Pablo Larraín es hoy más un
director internacional que un director chileno. Su enorme talento lo puso muy
pronto a girar en una órbita superior de la industria, en la que sin dudas se
mueve con soltura y eficiencia, con un equilibrio hasta cierto punto ejemplar
entre el cine de industria y un cine personal, lo que tal vez explica la
sensación final que deja María de una
obra más que correcta, a ratos sólida (admirable la escena del diálogo con
hermana o los momentos en que escucha a solas sus interpretaciones de antes),
pero que no llega a la profundidad con que por momentos amenaza. Es como si
caminara por el borde de la piscina, sin lanzarse finalmente al agua.
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