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El viejo Roble: Gracias, señor Loach

Orlando Mora

En la competencia oficial del Festival de Cannes del 2023 apareció El Viejo Roble, una película realizada a los ochenta y siete años por el británico Ken Loach. En razón de su edad, se pensaba que acaso pudiera ser su última obra, sospecha que el director ha confirmado en una declaración reciente.

Estrenada ahora en Colombia como El último bar, su condición de título final de un director de tanto peso en la cinematografía mundial despierta un sentimiento que mezcla a partes iguales  nostalgia y  admiración. Es el adiós de un grande y todos los adioses son tristes, pero a la vez conmueve la fidelidad que trasunta El Viejo Roble a los que han sido los valores éticos y los recursos estilísticos de Loach.

Con veintiocho filmes en su filmografía, el director se formó en la escuela documental de la televisión inglesa y se nutrió del movimiento de renovación cultural que vivió su país a mitad de los años cincuenta, en simultánea con lo que ocurría en Francia con la agitación que produjo el nacimiento de la llamada Nueva Ola.

Más que por preocupaciones estéticas, el nuevo cine inglés rotulado como Free Cinema se distingue por el interés que tomó en convertir en protagonistas de sus trabajos a personajes que pertenecían a la clase trabajadora, los que fueron presentados dentro de unas líneas de cine realista, sin prevenciones ni juicios morales. Obras como Un lugar en la cumbre (1959)  de Jack Clayton y Sábado noche, domingo mañana (1960) de Karel Reisz ilustran el tipo de cine del que se nutrió Ken  Loach en su juventud.

Haber bebido  en esa fuente y su experiencia documental son antecedentes articuladores al momento de acercarse a cualquier título del director, y resultan particularmente útiles en frente de El Viejo Roble, una película que si bien  carece del aliento y la potencia que distinguen los  títulos mayores del director, se inscribe plenamente dentro del universo de sus preocupaciones sociales y morales.

Junto a Paul Laverty, su compañero de aventura como guionista desde el año de 1996, Loach se ocupa  esta vez de la inmigración y lo hace situando su historia en un pequeño pueblo del norte de Inglaterra en el año 2016, lo que permite que los sentimientos contrarios a la llegada de inmigrantes adquieran un carácter más dramático y doloroso.

Se trata de un poblado minero en el que todo se ha ido al diablo, luego de que las minas cerraron hace cerca de treinta años y los trabajadores de entonces son ahora  personas mayores que comparten su frustración y sus largos ratos de ocio en el único bar del lugar: El viejo Roble. La historia gira alrededor de T J Ballantyne, el dueño del establecimiento, encarnado con ejemplar convicción por Dave Turner.

La película se inicia  con la pantalla en negro y los diálogos  de un grupo de refugiados sirios que llegan a Dunham y a los que vemos en  fotografías fijas, que luego sabremos toma una de ellos. La manera como esa cámara juega en el armado de la película y el uso que se da a los registros fotográficos lucen como una de las mejores ideas del guion, ya que afirman de entrada el carácter realista de la trama y resaltan el valor testimonial que ellos tienen para conservar los rastros de un presente  que el tiempo pronto transforma en pasado.

Es a través de fotografías colgadas en la trastienda del bar como se nos da cuenta de la historia de las minas clausuradas, y es también con las fotografías que la joven Yara toma a mujeres del poblado como empieza a destrabarse la difícil relación con los habitantes del lugar, seres empobrecidos y golpeados por las implacables leyes de la economía y que , no obstante esa condición de perdedores, se resisten a la presencia de inmigrantes a los que  sienten extraños e invasores, en un  actitud de desahogo que la película deja en claro, tal como parece en el reclamo de  Ballantyne a su amigo Charlie, en una de las escenas más tensas y mejor resueltas de la película.

El cine de Ken Loach es y ha sido directo, algo que acá se repite, con un relato lineal de planos largos y un montaje por corte directo, salvo cuatro fundidos a negro y un flash back nada afortunado. Una película menor que ahora sabemos cuenta como testamento de un director que cree en la solidaridad y en el derecho de los débiles a vivir mejor, lo que en esta ocasión se transparenta en una obra más utópica que didáctica, cargada en sus momentos finales de una elevada dosis de emocionalidad.

Una frase de Yara sobre sobre la forma como la cámara le ha salvado la vida  sirva de pronto como afortunado epítome para el cine del inglés: “Cuando miro a través de esta cámara, yo elijo ver algo de esperanza y  de fuerza”.

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