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Los Fabelmans: una declaración de amor al cine

Orlando Mora

Steven Spielberg es sin duda uno de los directores más exitosos del cine industrial norteamericano. La mayoría de sus proyectos alcanzan a la vez buena aceptación  en la taquilla y el reconocimiento de la crítica, en una coincidencia de criterios de escasa frecuencia. Realizador con un poder de seducción que atrae a los  productores, varias de sus películas pertenecen a la historia del cine de su país, con títulos memorables como E.T, Encuentros cercanos, La lista de Schindler y  Salven al soldado Ryan.

A sus setenta y seis años de edad Spielberg ha resuelto  crear una ficción a partir de algunos de sus recuerdos, enhebrando días  de la vida de un hombre que de niño  descubrió  la magia del cine cuando sus padres lo llevaron a un teatro a ver lo que en la marquesina se anunciaba como  “El mayor espectáculo del mundo” y desde entonces se obsesionó con la representación de la realidad que lograba  crear la  cámara.

Así que el propósito evidente de Los Fabelmans es rendir un homenaje al cine, que al provenir de un director como Steven Spielberg naturalmente concita de entrada el entusiasmo y el aplauso de la cinefilia. Lo que toca mirar ahora es la perspectiva que para estos fines ha escogido el director y valorar  si el resultado final se agota en la mera declaración de amor a una profesión o si algunas cosas tienen una consistencia y una densidad mayores.

Supongo que en alguna entrevista el norteamericano habrá contado el origen del proyecto y la manera como decidió acercarse a sus años de niñez y juventud, reconstruyendo apartes de lo que vivió  en el seno de una familia judía en los Estados Unidos de los años cincuenta,  contando con el apoyo de  un diseño de producción muy cuidadoso y el que muy probablemente le garantizará un Oscar en la ceremonia del próximo 12 de marzo, celebración en la que a propósito Los Fabelmans funge  como gran favorita con siete nominaciones.

El director inicia el relato de  los años de su infancia en enero de 1952 y opta por preservar una cierta mirada infantil en la narración de la historia, con lo cual tanto la caracterización de los  personajes como el desarrollo de la acción exhiben  rasgos por momentos simplificados y  esquemáticos, algo que en principio no pudiera apuntarse como defecto de la película, dado su carácter claramente intencional.

En este homenaje al cine, Spielberg a través de Sammy, su alter ego,  da cuenta del día en que de niño descubrió el cine al que temía y se perturbó con  la  escena en que un tren embiste un carro y una edificación, escena  que  luego empezó a tratar de replicar con sus propios juguetes. La madre,  con el fin de evitar que los arruinara, le sugirió filmarlos con una cámara del padre y así nació su pasión por el universo de las luces y las imágenes en movimiento.

Lo que se ve en el tramo siguiente de la película es el proceso de crecimiento de la afición del niño, que aprovecha  los juegos con sus hermanas para crear escenas que captura con la cámara, evolucionando poco a poco  hacia la concepción de acciones más complejas y con mayores elementos visuales. Entretanto asistimos al discurrir de la existencia  de la familia Fabelman, con fisuras que surgen lentamente y que parecen confrontarse en su dureza y grisura con el mundo de aventuras que Sammy imagina y filma.

 A más de relatar las raíces de su vocación profesional,  Spielberg  destaca  la importancia  que tuvo el cine en etapas  claves de su vida ( por ejemplo en sus años de secundaria) y también el poder de revelación que poseen las imágenes, en las que debe aparecer la verdad, en algún momento se queja de lo que ha filmado y dice “se ve falso”,  con una realidad que en ocasiones se filtra más allá de la voluntad del propio director, tal como acontece con el secreto que le revelan de su madre.

La declaración de amor al cine que emprende Spielberg  con  Los Fabelmans se encuentra plagada de guiños a los cinéfilos, a los que invita para que identifiquen en pasajes  de sus trabajos de niño y adolescente las raíces de algunas de sus películas  o cuando, en una clara alusión  a Blow up de Michelangelo Antonioni, el niño descubre sin querer sentimientos  desconocidos de su madre, o también al incorporar  una escena del filme El hombre que mató a Liberty Balance. Pero el punto más alto de ese homenaje se encuentra en la secuencia de cierre, momento cumbre en el que el joven Spielberg conoce por segundos a John Ford (el gran padre del cine norteamericano, interpretado por el mítico realizador David Lynch), del que recibe en medio del despotismo y mal genio del maestro, un consejo sobre el uso del horizonte en el espacio del cuadro y que desencadena la exultación personal con que se clausura fervorosamente la película.

Los Fabelmans de Steven Spielberg parece destinada, como casi toda la filmografía del director, a convocar  la emoción y la solidaridad del espectador, algo que de nuevo logra  con esta película, una obra amable de irreprochable factura y plena de  nostalgia para la cinefilia, aunque también  ligera y quizás  menor, dado el registro un tanto infantilizado y lineal que el director le ha imprimido  a los recuerdos que alimentan la ficción.

    

 

   

Comentarios

  1. Me pareció obvia la película al verla como un homenaje al cine y a los inicios de Spilperg. Cumple con códigos complacientes y la historia se deja ver sin aspavientos. Más seductora me pareció la "otra" película, una joya que explora las interioridades del mundo femenino de los años 60 en el espléndido personaje de la madre interpretado magistralmente. Es allí donde se cuestiona el arte, las limitaciones para hacer del arte un modo de vida, la libertad de amar por fuera de las convenciones y finalmente, por ser artista, la mujer es considerada como loca. La cámara la consiente ensalza el alma sensible, sus fragilidades y fortalezas. Una delicia!

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