Un nuevo amanecer: Mujeres en la guerra
Orlando Mora
Cada semana se continúan estrenando
en el país películas colombianas, por desgracia de forma bastante marginal y
con escasas posibilidades de mantenerse durante un tiempo importante en
exhibición. Ese paso fugaz trasluce las cifras de producción y a la vez da
cuenta de cuellos de botella sin resolver en el proceso de circulación
industrial de nuestro cine.
En el registro de obras de esta
semana aparece Un nuevo amanecer de
Priscila Padilla, una directora de sólida formación profesional y de la que
conservo un grato recuerdo por La eterna
noche de las doces lunas, una obra de 2013 que confirmó su vocación por el
cine documental y dejó ver hacia dónde se orientaban sus preocupaciones creativas.
En su nuevo título la realizadora define de entrada el punto de
vista de la narración, que será el suyo propio. La génesis del relato se
encuentra en el deseo de Padilla de indagar por la suerte de dos amigas de juventud
que terminaron incorporándose a las FARC,
destino del que ella escapó por la aparición fortuita de personas que le
dieron a conocer el cine y ese
descubrimiento la llevó por otros caminos.
Gracias a contactos y amistades
la directora consiguió llegar en los
días previos a la firma del acuerdo de paz del año 2016 a un campamento de las
FARC. Nada supo de sus amigas, pero en su lugar entró en contacto con varias
mujeres que estaban en la guerrilla, con cuatro de las cuales trabó amistad y son ellas las protagonistas de su reveladora
película.
Jessica, Alejandra, Eliana y
Sarah Luna aportan una mirada desde adentro acerca de lo que significa ser
mujer en medio de un grupo armado con predominio de hombres, no solo en cuanto
a números sino también en mentalidad y en mirada frente a lo que se vive en
medio de la guerra. A la pregunta de la directora por los sentimientos que habitan en esas mujeres
vestidas de guerrilleras, la respuesta de un jefe es demoledora: No venga a
complicarles la vida a ellas y sobre
todo a nosotros los hombres.
Esa primera parte se distingue
por compacta y por centrarse en la situación
de las cuatro mujeres, quienes con tonos y en registros distintos narran lo que vivieron con
ocasión de eventos normales como la menstruación o de otros de mayor peso como los embarazos y los
abortos que con frecuencia se debían practicar.
La imposibilidad de ser madres es
una de las declaraciones que más impacta en medio del día a día de las guerrilleras, un transcurrir del
que la directora ha borrado toda
presencia masculina, excluyendo cualquier referencia a la vida en comunidad, en
una decisión que recorta perspectiva y que quizás se explique en función del interés de Padilla
de hablar exclusivamente de las mujeres y de lo que para ellas significaba estar
en ese mundo de armas y violencia.
Firmado el acuerdo de paz en el
2016, la película registra en el resto del metraje la suerte de esas mujeres en
su tránsito a la vida civil, etapa en la que afrontan dificultades por un pasado que muchos no perdonan
y
los tropiezos de un proceso político que no consiguió llevar a buen puerto sus
anheladas promesas. Esa parte del documental cubre un largo período de siete años, lo que obliga a elipsis y abreviaciones
y la cámara se ocupa en especial de dos de las protagonistas, en las que vemos de
manera discreta florecer el milagro de la
vida (la maternidad, el arte) en medio de vicisitudes y frustraciones.
Un nuevo amanecer se aleja del reportaje y conquista la dimensión
de documental de creación gracias a los recursos de la puesta en escena. Procedimientos
narrativos y actos como la lectura de textos, las inscripciones en la palma de la mano, los escritos en hojas que
aparecen aquí o allá, el performance de una de las mujeres o la simbólica cortada
del cabello se integran en un conjunto que enriquece la lectura de la realidad, con momentos
deslumbrantes como los que registran la dejación de las armas por parte la
guerrilla.
En los créditos la directora Priscila
Padilla aparece como responsable del
montaje conceptual, término que seguramente apunta a destacar la
responsabilidad de la directora en el sentido último del trabajo. En esa medida,
varias de las escenas que se suceden en
los últimos minutos hubieran podido servir de cierre, variando con cada una de ellas el significado final de la
obra. Una cosa hubiera sido finalizar, por ejemplo, con la secuencia en que una de las mujeres contempla la audiencia
en que el secretariado de las FARC
reconoce ante la JEP sus nefandos crímenes, y otra hacerlo como se hizo
con el reencuentro de la directora con
una de las amigas que buscaba desde el comienzo.
Padilla se aferra a la esperanza y confía en el papel de las mujeres en el mundo por
venir, concluyendo con unas palabras lo que ella juzga ha sido un viaje personal
desde las entrañas: “Por qué las mujeres resistimos tanto dolor y en ese
resistir nos perdemos. Un nuevo amanecer vendrá y con él la posibilidad de
dibujar con nuestros propios colores”.
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