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Drive my car: La vida como representación

Orlando Mora

Ryusuke Hamaguchi ha ganado prestigio profesional en el último año   a un ritmo muy poco frecuente. La ruleta de la fortuna  y la fantasía  obtuvo el Premio Especial del Jurado en Berlín en febrero del 2021, meses más tarde en Cannes recompensa como Mejor guion a Drive my car y hace escasas semanas se concedió a esta última el Oscar a Mejor Película Extranjera. Si bien ninguna de sus obras se ha estrenado comercialmente en el país, por fortuna la plataforma Mubi puso a disposición de sus suscriptores  hace algunos  días Drive my car y ha agregado otros dos títulos del director, Asako I y II y La mujer del espía, lo que ofrece a los espectadores la posibilidad de acercarse a una de las más gratas revelaciones del cine de autor de los últimas temporadas.

Drive my car trae una primera curiosidad y es la fuente literaria en que se apoya. El japonés ha tomado tres relatos del libro de Haruki Murakami Hombres sin mujeres y a partir básicamente del primero de ellos, de unas veinticinco páginas y  que presta el título a la película, ha elaborado un guion para un filme de cerca de tres horas, en un ejercicio de habilidad digna de estudio por parte de escritores interesados. La situación básica del cuento la constituyen las conversaciones de un actor con una joven que le han asignado para que  conduzca el vehículo que lo transporta, a la que Hamaguchi y su coguionista han agregado elementos tomados de otros dos de los relatos del libro, en una conjunción que exhibe una estructura sólida y sin fisuras.

Kafuka, el protagonista del filme, es un actor de teatro, un oficio que acá sobrepasa la condición de simple dato y juega un papel trascendente en la configuración significativa de la obra, que tiene como uno de sus ejes la doble vida a la que se somete quien debe asumir por profesión vidas ajenas y luego intentar volver a la propia. Según se desprende de lo que hemos podido ver del japonés, al director le interesa esa inestabilidad, esa precariedad emocional y también en sus otras películas aparece alguien de profesión actor, con lo que el desdoblamiento sirve para plantear  la duda de hasta dónde cada uno de nosotros en la existencia diaria representamos papeles.

En esta obra es dable hablar de teatro dentro del cine, ya que el espejo en que se puede mirar la acción cinematográfica viene dado por la pieza teatral que está trabajando Kafuka, El tío Vania de Anton Chejov. El desencanto que envuelve la pieza del ruso, la imposibilidad de que los personajes consigan la realización de lo que desean acompañan también al protagonista de Drive my car, quien a partir de la muerte de la esposa se pregunta por las razones de la infidelidad de ella, conocida por el marido y conservado como un secreto que nunca se confesó. Transcurridos dos años de su fallecimiento, Kafuka todavía le da vueltas al asunto y lo atormenta saber hasta dónde hizo mal las cosas en la relación con una mujer que indiscutiblemente lo amaba.

Drive my car se inicia con una especie de prólogo de cuarenta minutos, que corresponde a uno de los agregados del guion en relación con el relato original, dado que el director visualiza e integra a la trama lo que eran diálogos de Kafuka con su conductora. Al retomarse la narración, el director de teatro ha resuelto aceptar el encargo de dirigir el montaje de Tío Vania, contando con actores que hablan distintos idiomas, incluida una actriz muda, ya que la obra se presentará con títulos.

Los dos personajes principales, Kafuka y su conductora Misaki, comparten un elemento en común que  aparecerá lentamente y es el sentimiento de culpa por alguna omisión que pudo haber comprometido la vida de sus dos personas más cercanas: la esposa del primero y la madre de la segunda. Los protagonistas son seres heridos, lastimados y que no alcanzan a resolver el trauma de hechos que no se olvidan y que les impide disponer de una sensación de plenitud, igual que acontece con los personajes de la pieza teatral de Chejov en proceso. En esa medida no suena tan casual que el montaje  se realice en Hiroshima, una ciudad martirizada en el pasado y con heridas difíciles de sanar.

El desenlace de la película es tan rico y sugerente como la totalidad de la obra. El actor y su conductora experimentan en presencia del paisaje donde ella pasó su infancia una especie de catarsis, a partir de la cual entienden que la vida es un presente y que más allá de las heridas es necesario seguir adelante, ahora juntos. Por eso él volverá a actuar y encarnará a Vania en la pieza de Chejov y ella se integrará a su lado a un mundo  familiar, en busca de la paz que no han tenido a lo largo de los últimos años. 

Hamaguchi es un director que cree en el poder de la imagen y contando con ella construye un universo visual de gran potencia, al que una banda sonora con pocos ruidos comunica un ritmo especial. Hay una lentitud que tiene que ver con la nacionalidad del director y con la herencia aprendida de los maestros del cine japonés, en los que la contemplación está por encima de la acción. No recuerdo una película con tantos planos de un carro  que va y viene por carretas, autopistas, viaductos, en una especie de sinfonía visual imposible de  reducir a palabras. Por eso más que trabajar con los movimientos de cámara, el director se apoya en los encuadres, los que cuida en función de expresividad y de belleza plástica.

Da gusto celebrar la llegada de un autor que utiliza los recursos clásicos del  cine como lenguaje audiovisual y como puesta en escena, interesado  en el drama humano que narra más que en la experimentación formal, haciendo que el arte cumpla la función que nunca debiera dejar de atender: mostrar los complejos caminos por  los que discurre la vida de los  seres humanos, siempre misterios e insondables.

 

 

 

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