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La bella y los perros: un descenso al infierno

Orlando Mora

En la página con la programación de cine de este domingo seis de mayo en el periódico El Colombiano,  un conteo rápido ofrecía una cifra reveladora: de las  noventa y dos salas anunciadas,  sesenta y seis de ellas proyectaban Los vengadores: la guerra del infinito, la película norteamericana que ahora arrasa con la taquilla en todo el mundo.
Las conclusiones que se infieren del dato anterior son varias, pero nos desviarían del tema a tratar. Adelantemos simplemente algunas: el evidente control y predominio de la industria cinematográfica de los Estados Unidos; las condiciones de inferioridad en que compite el cine de los demás países; la perversión del gusto en espectadores habituados a un solo tipo de narrativa, y el proceso de infantilización de un público que sigue con delirio esta clase de productos. En su favor destaquemos  que son esos tanques norteamericanos los que mantienen a flote el negocio del cine en las salas.
Colada en medio de tanto superhéroe acaba de estrenarse una película tunecina, una rareza que sorprende y que puede explicarse a partir de la visibilidad que a La bella y los perros le dio su inclusión en la sección  Un Certain Regard en el Festival de Cine de Cannes del 2017. Allí la pescó la distribución nacional independiente, en una decisión que se debe destacar y agradecer.
La lectura de cualquier filme se enriquece cuando se posee un buen conocimiento del universo físico y social que la obra presenta. Por el contrario, la comprensión se recorta cuando el espectador carece de referentes y debe manejarse exclusivamente  con la información que la pieza suministra, una anotación a propósito de lo que supone entrar esta vez en un país tan lejano y desconocido como Túnez.
La bella y los perros es un ejemplo de cine que busca la comunicación con el público. Inspirada en un hecho real, según se anuncia al final de la película, la directora y guionista  Kaouther Ben Hania nos propone un relato intenso sobre la experiencia de una joven universitaria, en una noche que se convierte en una auténtica pesadilla y en un descenso al infierno de  rincones muy oscuros de la vida en su país.
A pesar de la apariencia de obra que se ocupa de la situación de la mujer en sociedades que la oprimen, el trabajo de Ben Hania va más allá y lo logra al incorporar un segundo protagonista, un joven que al final resulta ser tan víctima como Mariam y que igual padece la tortura de enfrentar burócratas y autoridades de policía arbitrarios y corruptos.
Sin conocer los dos filmes anteriores de la tunecina resulta imposible precisar lo que La bella y los perros representa en la evolución de su filmografía. Si bien todavía se siente el tanteo y la búsqueda-digamos la discutible estructura narrativa en nueve capítulos y las tintas remarcadas en la presentación de ciertos personajes-, sus maneras de buena directora son ostensibles y se revelan en varios pasajes de la obra, con planos memorables como el del momento de la práctica de reconocimiento por parte del médico forense o el de Mariam golpeada, inconsciente y el teléfono móvil en el suelo con el registro de su violación.
Pero sobre todo hay que destacar su conmovedor final. Luego de la larga y oscura noche vivida, la protagonista saca sus últimos restos de coraje  y se niega a retirar la denuncia contra los policías responsables. Mariam sale a la calle y ya ha llegado el día, la luz que permite conservar la esperanza de que alguna vez no todo seguirá igual.
 

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