Motel Destino: La vida a contracorriente
Orlando Mora
“Es mejor ver una mala película
de un buen director que una buena película de uno malo”. Cito de memoria y
seguramente de forma imprecisa la frase de uno de los realizadores de la Nueva
Ola Francesa, cuando con el fervor y la iracundia propia de los jóvenes
predicaba su teoría de que el cine tiene autores y que ese autor es el director.
Con base en ese criterio de
autoría establecieron sus preferencias, inclinadas en favor de los directores
en cuyas obras, más allá de variables de temas y de géneros, eran reconocibles
unos trazos que los diferenciaban de otros que eran hábiles e inspirados
artesanos más que otra cosa. En el panteón de sus admirados reinaban gentes
como John Ford, Nicholas Ray o Alfred Hitchcock.
La teoría del cine de autor tuvo
desde el comienzo sus contradictores, y también conviene recordar que la
radicalidad de la postura inicial de sus promotores se fue morigerando en el tiempo, confrontada con
la realidad indiscutible que la obra cinematográfica es un trabajo colectivo y
sometido en su resultado final a distintas intromisiones del azar.
A la hora de una confesión, debo
admitir que quienes crecimos bajo el influjo de la concepción del cine de autor
nunca nos hemos separado de ella, y todavía
cuando llegamos a cualquier filme nos interesa de entrada conocer el nombre de
su director y enterarnos de lo que ha sido su filmografía anterior, guía que
nos acompaña a la hora de ejercer la crítica cinematográfica.
Siento que con los años esa línea
se ha ido desvaneciendo y hoy se conserva parcialmente en la crítica europea y
en especial la francesa, con dos revistas icónicas como Cahiers du Cinema y Positif,
que continúan privilegiando la posición de los directores y conservan sus
nombres como punto de referencia a la
hora de iniciar la valoración de cualquier título.
La idea del cine de autor se
construía alrededor del concepto de la puesta en escena como el valor de
diferenciación entre una buena y una mala película. La esencia del arte
cinematográfico residía en la manera de disponer el director la escena para la
cámara y la forma de escribir con ésta,
igual que lo hace un escritor con su pluma, más allá de las mayores o menores
bondades del tema tratado. Era la cámara-estilógrafo de que hablaba Alexandre
Astruc en su célebre texto de 1948.
Tengo la impresión que a partir
de la aparición de obras realizadas para la televisión empezó a decrecer la preocupación por la puesta en escena, y que
decrece en la medida en que ganan peso las historias, las verdaderas
responsables de retener la atención y el
interés de un espectador voluble como el actual. Por eso razón no sorprende que
hoy en el universo de las series las estrellas sean los guionistas y no los directores.
Ese cambio ha incidido por
supuesto en la Crítica, cada vez más preocupada por detenerse en los argumentos y en la
valoración e interpretación de sus contenidos, con escasas referencias a los elementos de la
puesta en escena que tanto ponderaban los jóvenes de la Nueva Ola Francesa.
Estas reflexiones un tanto
deshilvanadas surgen con ocasión del ingreso a la plataforma MUBI hace un par de semanas de la película
brasilera Motel Destino de Karim
Aïnouz, cuya principal carta de presentación es su inclusión en la competencia
oficial del festival de Cannes el pasado mes de mayo, en el que tuvo una
respuesta crítica más cercana a la
decepción que al entusiasmo.
Si bien no se trata de una gran
obra, es evidente que en ella se siente el vigor creativo de uno de los mejores
realizadores del actual cine brasilero, que esta vez a pesar de trabajar sobre
un guion original construido junto a dos profesionales como Wislam Esmeradlo y
Mauricio Zacharias no logra dar cuerpo a las muy buenas ideas que lo animan.
¿Qué falla en Motel Destino? Tal vez que la historia
no escala al nivel de la metáfora que uno persigue en las grandes películas, y
solo un poco antes del desenlace, luego de la muerte accidental del dueño del lugar,
queda claro que guionistas y director buscaban contar el destino de otro de los
desheredados de la tierra, de esos hombres que por su condición social nacen
condenados a vivir persiguiendo un sueño que los redima y en lucha a pecho descubierto
con la muerte, como bien lo dice el joven Heraldo en uno de los diálogos
finales.
Esa idea de entrampamiento tiene
una adecuada expresión visual por el
lugar en que transcurre la acción, un motel para encuentros sexuales
ocasionales, presentado con una fotografía soberbia de la francesa Heléne
Louvart, con un acento marcado por el gusto de Aïnouz por el melodrama y con momentos formidables
que seducen y dejan ver al buen director que se mueve detrás de una película
menor.
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