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El secuestro del Papa: La sinrazón de la fe

Orlando Mora

De manera sigilosa está pasando por un par de salas de la ciudad El silencio del Papa, la última película del italiano Marco Bellocchio. Presentada a la competencia de Cannes en el 2023, Festival que dos años antes le había otorgado al director una Palma de Oro honorífica, se marchó del evento con las manos vacías,  en  parte por la altísima calidad del material presentado en esa edición (Anatomía de una caída, La zona de interés, La pasión de Dodin Bouffant, Días perfectos), pero además porque la obra ostenta características que no se acompasan con el cine que en estos tiempos se aplaude y celebra.

Bellocchio tiene ahora ochenta y cuatro años y pertenece a una brillante generación que en los sesenta prolongó el gran momento del cine italiano, convertido a partir de la experiencia neorrealista de la década del cuarenta en el movimiento cinematográfico más importante e influyente del mundo. Al lado de autores como Bernardo Bertolucci, Francesco Rosi y Ermanno Olmi, Bellochio supo formular una estética que enriquecía la herencia recibida e incorporaba los vientos de libertad y renovación que por entonces soplaban con fuerza.

Veintinueve largometrajes  componen la obra del italiano hasta la fecha, con trabajos clasificables en etapas con diferencias más o menos visibles, y cuyo conocimiento resulta de manifiesta utilidad  a la hora de acercarse a El secuestro del Papa. En especial para reconocer la centralidad que en la filmografía del director han tenido asuntos como la familia y la Historia, vista  ésta como el espacio en que se mueven y actúan los seres humanos.

En El secuestro del Papa,  Bellocchio se ocupa durante algo más de dos horas en contar un hecho histórico acaecido en 1858, cuando un niño judío es arrancado de su familia por orden de las autoridades católicas de Roma, en el momento en que todavía el Papa era la cabeza política y religiosa de las regiones de Italia que pertenecían a los Estados Pontificios. La irracionalidad de ese secuestro, ejecutado con la  razón de haber sido bautizado a escondidas por una criada y pertenecer ya a la comunidad católica,  adquiere de cierta manera la dimensión simbólica de acto final de un régimen a pocos años de su desaparición. 

Igual que en filmes anteriores, el director construye una estructura argumental compleja y que se resiste a la simplificación. Si bien la figura del Papa aparece cargado  con tintas más fuertes, algo casi imposible de evitar ante lo absurdo del atropello que se comete en nombre de la fe,  el resto de los personajes transitan por el relato con   multiplicidad de matices y copan de forma sucesiva diferentes momentos de la narración.

El interés de Marco Bellocchio por la Historia no lo lleva a olvidar que son los individuos los que la viven y padecen. De allí su interés por conservar en todo momento la referencia temporal, fechando cada uno de los acontecimientos que se ven en la pantalla, de modo que el espectador logre entender a plenitud el contexto de lo que allí se vive. Un lúcido equilibrio entre  objetividad y subjetividad  es lo que explica que la película pueda clasificarse como histórica y a la vez como  drama,  de donde deriva buena parte de la solidez de que está revestida.

La voluntad de mantenerse fiel a los hechos en un tipo de narración objetiva no impide que esa condición se quiebre en algunos pasajes, tal como acontece  con tres escenas en que sin anuncio ni transición alguna se pasa de la realidad a los sueños: cuando el niño retira los clavos de Jesucristo y el crucificado desciende de la cruz, el Papa  vive la pesadilla de su circuncisión por los judíos y  Ernesto adulto   se tapa y  esconde de sus padres que lo visitan.

Igualmente la linealidad temporal del relato se rompe en dos ocasiones: en el momento en que se colocan en paralelo  dos rezos, uno de la familia judía de Ernesto y el otro católico en la escuela de Catecúmenos en que se forma al niño, y la segunda cuando ante un tribunal  la criada de la familia cuenta en un  flash-back fragmentado qué fue lo que vivió y por qué lo hizo.

No habría que sorprenderse del buen gusto de la reconstrucción  de  época que enseña el italiano, gracias al espléndido diseño de producción y a la fotografía, dado que son virtudes que  había ejercido y desarrollado  en  títulos como La nodriza (1999) o Vincere (2009). Enea Sala en el papel del niño se convierte en  gran hallazgo de  una película rica en ideas y en la que el director renuncia a imponer una lectura única. Ernesto nace uno (judío) y muere otro (católico), en una transformación que genera desgarramientos profundos, los que Bellocchio deja ver en la memorable y casi trágica secuencia final, concebida y ejecutada con la maestría de quien conoce los insondables abismos que habitan en el  ser humano. 

 

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