R. M. N: Los
demonios del odio
Orlando Mora
El cine rumano se ha constituido en
uno de los escasos fenómenos que en lo corrido del siglo XXI ha aportado un nuevo
aire al conjunto de la cinematografía mundial. La vitrina de los festivales
internacionales de cine y muy particularmente el de Cannes han servido para
garantizarle la promoción y publicidad que de otra manera jamás hubiera
logrado. Los realizadores rumanos han conquistado en estos años premios de gran notoriedad en esos certámenes,
siendo sin duda los mayores la Palma de Oro en Cannes a Cristian Mungiu en el
2007 por 4 meses, 3 semanas y 2 días,
y el Oso de Oro a Radu Jude en Berlín en el 2021 por Sexo desafortunado o polvo loco.
Hace pocos días se estrenó en el
país una nueva película rumana que se inscribe en la realidad descrita en el
párrafo anterior, como que fue lanzada en la competencia de Cannes en el 2022 y
su director es el mismo de 4 meses, 3
semanas y 2 días. Solo que esta vez su enigmático título, a pesar del pleno sentido
que posee, representa un reto para su distribuidora por el riesgo de pasar
inadvertida en medio del silencio que hoy cubre los estrenos en pantalla
grande, relegados en los medios de comunicación a una posición subalterna
respecto de las series y los lanzamientos de las grandes plataformas.
En esta ocasión tal vez valga la pena empezar justamente por
el título del filme, ya que recoge buena parte del que pudiera ser el
significado de la obra. R. M. N ( Resonancia
magnética nuclear) es el nombre del examen que le practican al padre del
protagonista y cuyas imágenes son
observadas reiteradamente por Matthias, tratando de descifrar lo que para él no
resulta ni puede resultar transparente, así como tampoco logrará entender las
cosas que pasan en su comunidad.
En el inicio de la película la
cámara acompaña a un niño en su desplazamiento hacia la escuela por el camino
boscoso de un pequeño pueblo situado en la Transilvania rumana. De pronto el
chico observa algo, retrocede despavorido y a partir de entonces deja de
hablar, sin que lo que ha visto se revele a lo largo de la obra, una de las
llaves para abrir el abanico de lecturas que el director en definitiva nos
propone.
Mungiu estructura narrativamente
su película a partir de la voluntad de mantener en la sombra la respuesta a los
dos interrogantes anteriores, a los que agrega un final de deliberada
ambigüedad, haciendo que en la imagen unos osos difusos aparezcan a una
distancia que les otorga un carácter más simbólico que real e introduciendo una
dosis de subjetividad que contrasta con la dureza del realismo observado en el
resto del filme.
Ese desenlace se encuentra precedido por una larga secuencia
de algo más de quince minutos en los que con cámara quieta y un único encuadre el
director registra la discusión en que se trenzan los habitantes del pueblo,
gentes sin rasgos aparentes de maldad, en los que de pronto el demonio de la
xenofobia y la irracionalidad explotan, poniendo al descubierto el peor lado de
la condición humana, esa a la que el poeta español Miguel Hernández aludía en
uno de sus poemas: “Me llamo barro aunque Miguel me llame”.
El peligro más grave que amenaza
la valoración de R. M. N es catalogarla
como una especie de alegato en contra del odio al extranjero que hoy alimenta
la vida de muchas comunidades, supuestamente amenazadas por la llegada de
terceros que entran a desplazarlos de sus puestos de trabajo y a afectar sus costumbres
y valores. Desde luego que eso está en la obra de Mungiu, pero trascendido por
otros elementos que la enriquecen y la
transforman para bien de manera sustancial.
El eje argumental de la película
camina sobre el personaje de Matthias Auner, un rumano que ha emigrado a
Alemania y al que vemos en la segunda escena laborando en un matadero, humillado y tratado como “gitano”
por un compañero de trabajo, al que golpea ante la provocación. Matthias decide
volver apresuradamente a su tierra, preocupado por la crisis de su hijo, el
niño que hemos visto huir aterrado al comienzo de la obra.
A su regreso Matthias intenta
recomponer los pedazos de una vida pasada rota, sin que su propia torpeza y sus ideas machitas y
sexistas ayuden en mucho. Si bien la cámara no subjetiviza el relato, es evidente que lo que sucede en
el pueblo se descubre a través de los ojos del protagonista y de lo que en ese
momento encuentra. En los hallazgos aparece uno de los personajes más inolvidables
que hayamos visto en el cine reciente, Csilla, la antigua amante de Matthias,
una mujer en lucha por preservar una integridad personal en medio de las
limitaciones del entorno físico y social. La actriz Judith State borda una
actuación admirable, ciertamente modélica en la contención y riqueza de los matices.
Cristian Mungiu entiende que sus
personajes son inseparables de la geografía y el paisaje en que actúan, por lo
cual utiliza una planificación que no los encierra ni ahoga, otorgándoles un
espacio que sirve para mantener el equilibrio entre lo grupal, lo colectivo y
el drama individual en que al final se desenvuelve siempre la vida. R. M. N es una obra sólida y potente en
sus planteamientos centrales y en sus logros estéticos.
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