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Argentina, 1985: Memoria y dolor

Orlando Mora

En el año 2007 la Semana Internacional de Cine de Valladolid programó una interesante muestra informativa que denominó Cine a juicio, con doce títulos que contaban historias cuyo  eje temático eran procesos que se surtían ante jurados. Se incluyeron en él  comedias como La costilla de Adán de George Cukor, cine político como Salvatore Giuliano de Francesco Rosi o dramas como El juicio de Nuremberg de Stanley Kramer, a más de esa joya de todos los tiempos que es Testigo de cargo de Billy Wilder. A partir de esa variedad  el curador se preguntaba si el Cine a juicio podía clasificarse como un género o como un subgénero.

La verdad es que este tipo de películas configura más un subgénero de suyo impuro,  ya que se aprovecha  de las estructuras narrativas  de varios géneros, en especial de dos: el thriller y el drama. Del primero toma la forma de organizar la narración, dosificando la información que recibe el espectador y entregándola en un orden que retenga su atención, de modo que el desenlace produzca un efecto de clímax y liberación. La utilización del segundo viene dada por la gravedad de la materia de que se trata, con situaciones que comprometen sentimientos profundos del ser humano, las que al resolverse generan una especie de catarsis colectiva.

Estas líneas introductorias para referirnos a la película Argentina, 1985 de Santiago Mitre, estrenada recientemente por la plataforma de streaming Prime Video, de Amazon, coproductora de una obra que aterriza con antecedentes favorables de crítica en el Festival de Venecia, con el premio del público en el de San Sebastián y con un lanzamiento exitoso en salas argentinas independientes, ya que las de las grandes cadenas  de exhibición decidieron no tomarla, ante la determinación de Amazon de llevarla a su  plataforma a los pocos días de su estreno.

La película de Mitre se inscribe con fidelidad absoluta en el marco de los cánones más clásicos del subgénero. Toda la arquitectura de su armado responde al propósito de crear y manejar el suspenso y se ocupa de hechos de la vida política argentina de una dureza y una intensidad tales que sacuden y empujan a las lágrimas. Vale la pena centrar la mirada en esos dos aspectos a la hora de intentar una lectura del filme del autor de La cordillera.

Visto como ejemplo de cine de juicio en cuanto a su forma, Argentina, 1985 carece de cualquier atisbo de originalidad y se sirve con plena conciencia de los esquemas más tradicionales de esta clase de obras. La progresión del relato se ha concebido desde el astuto guion que firman el director y el también realizador Mariano Llinás para llevar mansamente de la mano al público, que poco a poco se irá comprometiendo emocionalmente con la evolución de la trama, que avanza desde la presentación de la curiosa personalidad del protagonista y su desconfianza en el riesgoso caso que se les quiere confiar hasta la subsiguiente aceptación, la imposibilidad de encontrar colaboradores entre los profesionales de la justicia y la reunión de un grupo de abogados jóvenes dispuestos a jugarse la piel en ese ajuste de cuentas con el pasado. La narración hasta el momento en que se instala el juicio navega en aguas  convencionales  e ignora  a ratos el consejo de algún  guionista francés: No anunciar lo que se va a mostrar, ni decir lo que ya se vio.

La película sufre una alteración cualitativa en el instante en que se inicia el juicio y no porque su forma cambie (se mantiene la misma planificación, iguales los encuadres, la misma puesta en escena), sino que a partir de ese pasaje el tema del filme cobra una  fuerza dramática arrolladora y  doblega las entendibles reservas que en uno despierta el tradicionalismo de su construcción. Unos títulos al inicio  nos han situado en el año de 1983 cuando Argentina, tras la elección como presidente de Raúl Alfonsín, vio terminada la  tenebrosa noche de los siete años de dictadura que se desató tras el golpe de estado de 1976. En 1983 el juzgamiento de los altos mandos de las Fuerzas Armadas  salió del fuero de la justicia penal militar y pasó a la justicia civil, dando lugar a un turbulento proceso que se extendió hasta el mes de septiembre de 1984.

La reconstrucción de los testimonios de las víctimas sobrevivientes de las torturas y los vejámenes es de una dureza que congela el alma y pone al espectador a pensar en los abismos de cómo puede llegar el ser humano a esos niveles de perversidad y maldad. Ese  capítulo del juicio se cierra en el punto emocional más alto cuando el fiscal lee su memorial final de acusaciones, un documento que ignoro si corresponde con fidelidad histórica al que efectivamente elaboró el funcionario, pero que en todo caso merecería serlo y que se convierte en una pieza conmovedora cuyo contenido  duele a todos, pero tal vez con mayor intensidad a los latinoamericanos por tratarse de un dolor conocido y por desgracia demasiado familiar.  

Ricardo Darín en su papel del fiscal Julio Strassera demuestra porque es quizás  hoy el mejor actor de su país, con una caracterización intensa, pero contenida, en la que la calidad de la interpretación no hace olvidar al personaje, que es el que cuenta y al que seguimos a lo largo de los ciento cuarenta minutos de la película. La solvencia narrativa y técnica de Santiago Mitre, una de las señales de identidad de su cine, se revela a plenitud en esta obra, nominada para representar a la Argentina en el Oscar y llamada  a cosechar clamorosos aplausos en todos lados.     

    

 

 

    

 

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