Blonde: El lado trágico de la leyenda
Orlando Mora
El pasado 28 de septiembre al fin
Netflix estrenó Blonde en su
plataforma de streaming, luego de más de un año de dudas y vacilaciones,
temerosos de los riesgos en reputación por algunas escenas de sexo y por el
contenido presuntamente misógino, reservas ideológicas al uso bajo los
dictámenes del progresismo galopante que hoy nos gobierna y que opera a la manera de una difusa censura que amenaza la libertad
de expresión.
Lo primero a decir del trabajo de
Andrew Dominik es que porta la marca de la casa matriz, en cuanto responde a un
cierto modelo en que se trata de dar al producto final un acabado artístico que
trasciende los trabajos de las series televisivas. Esa apariencia se alcanza
mediante un despliegue técnico que trasluce
los enormes presupuestos que los
respaldan y las destrezas de directores con experiencia en el campo
cinematográfico, aunque adolecen en definitiva de limitaciones que a los aficionados
formados en las salas de cine nos desencantan. Ante todo porque la necesidad de
retener la atención de un espectador tan voluble como el de las pantallas chicas
conduce a que cada escena deba tener una acción, de modo que la cámara cumple
funciones de un registro fundamentalmente narrativo, sin planos de transición
en los que nada ocurra y desaparecido el recurso dramático de los tiempos
muertos, una de las grandes conquistas del cine contemporáneo, como se percibe
en un director como Michelangelo Antonioni. Dicho de manera simple, a
consecuencia del tipo de público a que está dirigido, en lo
que se produce para estas plataformas lo que sucede ocupa el primer lugar y
determina la planificación y el ritmo interior y exterior del montaje. El sueño
de modernidad del recientemente fallecido Jean-Luc Godard de películas que no
pudieran contarse en palabras y que dejaran reposar en sus imágenes el sentido
de la historia se anula en esta clase de obras.
Blonde se basa en la novela homónima de la gran escritora
norteamericana Joyce Carol Oates y no haberla leído nos impide saber cuánto de lo que se
observa en la película de Dominik proviene del texto literario y cuánto se debe
a invención suya y de sus guionistas. Hecha esa salvedad, digamos que Blonde está estructurada como el relato que Norma
Jeane Baker hace de Marylin Monroe, el personaje en el que públicamente se
convirtió y en el que por momentos no se reconocía; “esa no soy yo”, dice en
algún diálogo.
Esa disociación entre Norma Jeane
y Marylin se edifica con apoyo en tres líneas dramáticas por las que transita
el dibujo de Jeane: su relación con una madre alcohólica en la que se anuncia
el destino de actriz, la figura de un padre ausente que le dejó un sentimiento
insuperable de orfandad y la culpa que le generaron un par de abortos.
El argumento se teje contraponiendo la intimidad conflictiva de Jeane y la brillante carrera profesional
de la actriz Marylin Monroe, uno de los mayores símbolos de la cultura popular norteamericana
en los años cincuenta y comienzos de los sesenta. Pero al final la película es
más sobre Jeane que sobre Marylin y sobre el proceso que terminó por devorar y devastar
la vida de una joven que no estaba preparada para tantas luces y tantos
reflectores.
Blonde está planteada en términos cinematográfico como un
acercamiento a la biografía de Marylin Monroe, pero que no busca documentarla
sino que parte abiertamente de la ficción, como parece que lo hace la novela
original. Así que no tiene sentido preguntarse si todo lo que acontece en la
película efectivamente sucedió tal cual, dado que si bien la historia se apoya
en algunos pasajes conocidos de la vida de la actriz, otros seguramente no son
ciertos y se crean para tratar de conseguir ese otro tipo de verdad a la que se
llega a través de la mentira de la ficción, como bellamente lo expresara Mario
Vargas Llosa en uno de sus libros de ensayos.
En nuestro caso la insatisfacción
con la película de Dominik no tiene que ver con las objeciones ideológicas que con
mucha vehemencia se le han formulado ni
con las posibles traiciones a la realidad de lo que efectivamente ocurrió con Marylin Monroe. Nuestras reservas son
diferentes y empiezan por la simple constatación de que al querer ocuparse de un
período tan amplio de la vida de Norma Jeane de 1933 a 1962, esa ambición
desborda los límites de las casi tres horas de duración de la película. Si lo
que se pretendía no era tanto llegar a una biografía sino a una cierta visión del
personaje, tal vez debieron aligerarse
sucesos en procura de una mayor profundidad.
A consecuencia de esa extensión,
los pasajes escogidos entran al relato sin la continuidad y la progresividad indispensables
para que luzcan integrados al cuerpo del
relato. Esa sensación de saltos y vacíos trató de salvarse a través del recurso
de los fundidos a negro, que sirven normalmente para marcar las transiciones de
momentos de la historia, cuando están
separados por un cierto espacio de tiempo. Por desgracia a esos fundidos se
acude en otras ocasiones para cortar acciones continuas, en un error que afecta
la lectura clara y coherente de la
película.
Al decidir ocuparse de tantos incidentes,
algunos ingresan con una brevedad y un afán que los priva de cualquier
significación y parecen responder más a la necesidad de registrar la anécdota.
Esta limitación se puede ilustrar con quizás el peor momento de Blonde, que es la manera como se da
cuenta de la relación de la Monroe con el presidente Kennedy, en una secuencia de
una puesta en escena de dolorosa torpeza. Los elementos que confluyeron en esa relación y sus consecuencias en cuanto
sombras históricas son demasiados complejos para quedar reducidos a unos
minutos que nada agregan ni aportan a los personajes.
De Blonde habría que destacar la espectacularidad de su fotografía,
con lujos quizás más orientados al efecto
que a la significación. El uso alternado del blanco y negro y el color no
responde a una necesidad dramática y su director ha explicado que solo los usó
cuando correspondían a imágenes públicas de la Monroe que estaban en una de las
dos modalidades, creando un equívoco en el espectador que intenta en vano
descifrar el sentido de esa alternancia visual.
No se sabe cuánto quedará de Blonde más allá de los reflectores y del
tono relamido de algunos de sus momentos. Es claro, sí, que los mayores
beneficios los ha capitalizado la actriz cubano- española Ana de Armas, que consigue
una vistosa caracterización de Marylin, con una actuación muy al gusto de los norteamericanos
que prefieren que el cine reproduzca y
recuerde la realidad, que esta vez corresponde a un mito que tolerará ésta y muchas
otras lecturas.
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