Belfast: Los
ecos del pasado
Orlando Mora
Kenneth Branagh nació en Belfast
en 1960, la acción de su nueva película transcurre en el año de 1969 y el
protagonista de ella es un niño de nueve años. Conviene abrir con esos datos
para comprender las evidentes raíces autobiográficas de la obra, que responde a
la voluntad expresa del director de esculcar en muchos de sus recuerdos de
entonces y utilizarlos como punto de partida para una reflexión que claramente trasciende
lo personal, que quiere ir más allá y servirse de la ficción para hablar de la
irracionalidad de la violencia.
El carácter de vuelta al pasado
se revela desde el inicio del filme, con unas hermosas tomas en color de la
ciudad en la actualidad, que aterrizan en un muro pintado del que se salta al
blanco y negro en una calle bulliciosa y alegre de Belfast, con niños que juegan
y vecinos que cruzan desprevenidamente, en medio de risas y saludos. De pronto
irrumpe en esa imagen idílica la violencia, representada por un grupo de
hombres que gritan e insultan. Ese momento de severa alteración lo resuelve
Branagh sirviéndose de un plano subjetivo del niño protagonista, con un
movimiento de cámara envolvente y anulando el sonido, con un silencio de
segundos del que se sale para escuchar el griterío y el pánico que se desata con
una primera agresión física que el director sitúa con fecha exacta: 15 de
agosto de 1969.
Ya meses atrás en Londonderry se
habían iniciado los ataques de grupos de protestantes unionistas contra
católicos republicanos, con lo que empezaría una lucha sangrienta de muchos
años y que se resolvería de alguna manera con el conocido como acuerdo de
Viernes Santo en 1998. Ese contexto político es conveniente para una mejor compresión
de la historia, pero hay que decir que no constituye el centro de interés del
director, que no pretende una mirada macro sobre el conflicto de Irlanda del
Norte y en su lugar circunscribe la mirada a un espacio más reducido e íntimo:
el de un barrio obrero en Belfast, donde han convivido hasta ese momento una
mayoría protestante con una minoría católica.
Ese primer acto de violencia es
determinante y el realizador así lo destaca mediante un signo de puntuación que
no volverá a aparecer: un largo fundido en negro que separa esa escena inicial
del resto del relato. Con ese recurso el autor anuncia que todo lo que veremos
a partir de entonces será la consecuencia de un orden que ha roto de golpe, que
se ha fracturado en un segundo y que convertirá a vecinos de muchos años en
enemigos ciegos y despiadados.
Si Belfast pudiera considerarse como una película política lo sería a
pesar suyo. No existe la voluntad en
Branagh de analizar los factores que desencadenaron el conflicto, ni de
encontrar y señalar víctimas o culpables. Lo demencial de esa violencia no aparece como un discurso
superpuesto a los hechos y se deja que revele a través de la mirada de un niño
de nueve años, en lo que parece la memoria del director que bucea en sus recuerdos lejanos.
El niño Buddy , más que un protagonista, es un testigo. Si bien el filme
no está narrado en primera persona, no hay duda que la mayor parte de lo que
sucede se cuenta visualmente desde la perspectiva
del niño, que observa y escucha cosas que trata de descifrar con la
participación fundamental del abuelo, un personaje que ocupa en el cuerpo del
relato el puesto de una especie de alter
ego del director.
Kenneth Branagh es ante todo y fundamentalmente un hombre de teatro, un
artista con una trayectoria brillante en
ese campo como actor y director. A pesar de ese origen, el Cine y la Televisión
le llamaron pronto la atención y poco a poco ha ido construyendo una
filmografía respetable, aunque un tanto desigual y con la que en definitiva no
ha logrado alcanzar la altura que presagiaba en 1989 su Enrique V, una opera prima de rara y fascinante belleza, con unas
escenas de guerra absolutamente inolvidables. A pesar de esa primera película
en la que adaptó a William Shakespeare y a las otras piezas del dramaturgo que
también trabajó como Mucho ruido y pocas nueces (1993) y Hamlet (1997), su preferencia por las
adaptaciones literarias lo ha privado de la construcción de un universo propio,
sin las marcas y señales distintivas de los directores mayores.
La observación anterior se
formula a propósito de Belfast porque
la película, no obstante el registro más personal, se resiente un poco de ello.
Hay allí el oficio suficiente para que no lo quepa reproche especial alguno
(excelente la fotografía de Haris Zambarloukos, magnífica la elección de las
canciones de Van Morrison para acompañar la acción, gran pulso en la dirección
de actores en los momentos más intensos) , pero al final la historia en su
presentación nunca desarrolla las virtualidades que estaban en potencia, los
personajes y las situaciones familiares lucen
un tanto esquematizados y aunque la circunstancia de tratarse de recuerdos
que se evocan atenúa un poco el cargo, no alcanza para exculpar varios pasajes
dramáticamente pobres y el acudir en ocasiones al recurso de la emoción fácil (
el baile de los abuelos, por ejemplo).
Branagh ha puesto en Belfast más sentimiento que otra cosa.
Esa decisión artística le pertenece exclusivamente y en esa medida sería
equivocado juzgar una película por lo que ella no es ni pretende ser. El
resultado es una obra amablemente menor, que seduce en cuanto nos enfrenta como
espectadores a la experiencia de recordar el absurdo de las guerras que el ser
humano se ha inventado y continúa inventándose, las que una vez desatadas
cobran dinámicas en las que desaparece cualquier vestigio de humanidad. En esos
momentos trágicos cada quien deberá decidir sobre su futuro, si renuncia al
lugar en donde están su vida y sus raíces o si se marcha y sale en busca de
otros horizontes. La familia de Buddy se marcha, la abuela se queda. En definitiva de eso trata Belfast, una obra que el director cierra
con una bella y conmovedora dedicatoria:
“Para aquellos que se fueron, para aquellos que se quedaron y por todos
aquellos a quienes perdimos”.
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