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Litigante: la vida por cuenta propia
Orlando Mora

Hace años que el cine colombiano avanza condicionado en sus temáticas  por la  violencia que ha vivido el país desde el siglo pasado, y que en los últimos tiempos  se ha acrecentado por la influencia de una criminalidad poderosa, con  mafias que se sirven de los enormes  recursos de la droga y la minería ilegal.
No extraña que un arte realista como el cine haya vivido y esté viviendo esa especie de obsesión, con testimonios en la ficción y el documental que con frecuencia delatan más  urgencia que profundidad en el análisis de lo que  por desgracia sucede en Colombia.
Si bien ningún reparo   cabe a esa decisión de guionistas y realizadores, por ella se paga un precio alto  y es la abolición  de las historias de la gente de la calle, de  aquellos seres que caminan  por las ciudades sin ningún perfil especial, y cuyos dramas se han quedado con  poco espacio en las imágenes del cine colombiano.
Esta larga digresión para mencionar la primera de las muchas virtudes de Litigante, el hermoso filme de Franco Lolli que acaba de estrenarse en Colombia. El bogotano decide acercarse a una trama íntima, protagonizada por una mujer que padece los acosos  normales de la vida, narrados con una contención que emociona por su absoluta sinceridad.
Lolli firma el guion de la película junto a Marie Amachokell-Barsacq y Virginie Legeay, aunque pienso que Litigante no es una película que dependa en exceso de esa pieza literaria. Seguramente en el escrito original se detallaba el discurrir de las escenas y la evolución de la acción, dejando que el guion se quedara en lo que claramente indica  su etimología: una guía, una referencia para que el director proponga su puesta en escena y eso es lo que hace de manera brillante el colombiano, en una segunda obra que revela una evolución que raya  en la madurez precoz.
Existe en Franco Lolli una voluntad de registrar únicamente lo esencial, lo que  lleva a que el relato se abrevie y  alcance  una especie de  desnudez dramática que sorprende. Por eso las transiciones  de una escena a otra son por corte directo, e incorporan elipsis que reflejan un largo y cuidadoso esfuerzo por despojar la acción de sinuosidades y desviaciones.
A pesar de que en la historia aparecen varios personajes, hay que decir que Litigante es el retrato de Silvia Paz, una mujer que atraviesa una edad en que  crecen las dudas sobre la vida personal, agobiada  por los deberes de madre soltera, abogada con tareas profesionales  e hija en plan de atender a una madre en estado de enferma terminal.
Todas las situaciones que se presentan en la película están organizadas teniendo como eje de apoyo  las relaciones de Silvia con la madre, en  un marco que completan   personajes secundarios  que sirven para cerrar el dibujo  de la protagonista  frente a retos que debe resolver, que es justamente  lo que sugiere el título litigante, en cuanto  abogada que renuncia a emplearse y  decide trabajar de forma independiente. Es asumir la vida por cuenta propia y de eso trata la película.
Franco Lolli  incursiona en el universo femenino con un detalle que llama la atención, y que quizá refleje el  aprendizaje adquirido por el director  a partir de  su propia experiencia personal, lectura que no suena delirante cuando uno recuerda la  importante presencia de la  madre ha tenido en el desarrollo de su carrera artística.
Litigante es un cine de escenas, las que se suceden sin una progresión que tienda hacia el clímax dramático. La preferencia de  la escena como  unidad de lenguaje hace recordar al francés Eric Rhomer, del que quizás muchas cosas haya aprendido el director, entre ellas la desnudez de la puesta en escena y el papel central que ocupan los diálogos.  La escritora Carolina Sanín  como Silvia resulta una auténtica revelación  y Leticia Gómez luce en piel propia en su papel de madre.
Alegra encontrar una película colombiana que se ocupa de la gente ordinaria, de aquella que enfrenta la adversidad y la alegría de lo cotidiano y que cumple día a día con lo que el escritor italiano Cesare Pavese denominó bellamente El oficio de vivir. Memorable la escena final, con el silencio de la noche y una lágrima que habla de asperezas y también de la esperanza del hijo que duerme.





    


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